Crecimiento económico y delincuencial

En los últimos años la delincuencia y particularmente el sicariato -asesinato por encargo a cambio de una remuneración económica- han venido aumentando vertiginosamente, en especial, en las regiones norteñas de Ancash, La Libertad, Lambayeque y Piura, así como en Lima e Ica, donde el crecimiento económico ha sido vertiginoso. Y no es casual; en general la delincuencia aumenta a mayor crecimiento económico, porque éste es fuente de mayores oportunidades delictivas y, además, a pesar de contribuir a la reducción de la pobreza material, es proclive a elevar la pobreza moral, en ausencia de un fuerte tejido social e institucional, como sucede en el Perú.

En la última década el Perú ha logrado reducir la pobreza material de manera espectacular, de 58, 7% en el 2004 a 23, 9% en el 2013, contribuyendo así a reducir el robo por necesidad. Sin embargo, en ese mismo lapso la pobreza moral se ha acentuado al interior de las familias, siendo  caldo de cultivo para formas de delincuencia más graves, que van escalando desde el vandalismo al sicariato. La persona que delinque actúa racionalmente buscando maximizar su beneficio al menor riesgo posible de ser detenido, aumentando su accionar delictivo en tanto aumenten las oportunidades de delinquir y los beneficios del delito, por efecto del crecimiento económico y de la distensión del control del delito por parte de una Policía Nacional y un Poder Judicial cada vez más corruptos. Peor aún si el crecimiento económico es impulsado por actividades como el narcotráfico y actividades turísticas y de construcción típicamente utilizadas por las mafias para el blanqueo de capitales.

La pobreza moral es la carencia de valores sólidos y paz espiritual producto de una pobre autoestima, cimentada en el desafecto de padres alcohólicos o drogadictos, cuando no de padres autoritarios o que abandonan a sus hijos desde niños. Las personas con pobreza moral arraigada desde la niñez son propensas a caer en el vicio del alcohol y las drogas o en un estado de vagancia, siendo su ingreso a la delincuencia una situación difícil de revertir.

Una vez doblegada su fuerza de voluntad de no caer en el delito surgen incentivos para permanecer en él, porque en la criminalidad encuentran formas de vida que les hace más fácil resolver sus problemas y, al hacerlo, surgen mecanismos de defensa justificativos que progresivamente van asumiendo los rasgos de una ideología para evitar la oposición familiar. Las construcciones ideológicas de los delincuentes suelen alimentarse de una mezcla de sentimientos de odio hacia quienes tienen más y de un orgullo personal orientado a proyectar una imagen de héroe, que convierte sus actos de agresión física y de captura del botín en demostraciones de superioridad.

Al mostrarse el delincuente como alguien capaz de asumir riesgos incluso mayores a los que asumen los pobres en su lucha diaria por la subsistencia dentro de un entorno hostil, se proyectan como objeto de admiración de los jóvenes, quienes terminan superponiendo esa ideología a sus valores pre-existentes, entablándose una simbiosis que culmina en una racionalización tendiente a compartimentalizar su conducta, hacia sus seres queridos con los valores primigenios, y hacia el resto de la sociedad con valores espurios.

Estos jóvenes normalmente empiezan formando parte de pandillas vandálicas, cuyos actos delictivos van escalando en magnitud y gravedad. La bonanza económica genera la oportunidad del cobro de ‘cupos’, ante la cual se estructuran sistemas territoriales de extorsión de mediana y gran escala, que proliferan en tanto son una forma fácil de generar ingresos y no hay una labor de inteligencia efectiva por parte de las fuerzas del orden.

En este contexto, el sicariato es un fenómeno que sólo existe en la medida en que estas  estructuras especializadas en la extorsión y el aniquilamiento de los extorsionados que incumplen sus cupos, reciben demandas de aniquilamiento de personas ajenas a ese circuito. Estas demandas suelen provenir de personas comunes y corrientes con sed de venganza, narcotraficantes o políticos corruptos involucrados en mafias. Sin estos agentes demandantes no existiría el sicariato, por lo que es fundamental que las estrategias para combatirlo contemplen mecanismos de inteligencia que los incluyan. El sicario actúa con gran autonomía. Para él  la muerte es un negocio muy lucrativo, que lo lleva a una vida de lujos que también puede convertirse en su mayor vulnerabilidad. Entre sicarios suelen desarrollarse lazos de lealtad y compromisos de silencio y de respeto, de cumplimiento obligado.

En la medida que el proceso de descentralización convirtió a gobiernos departamentales débiles institucionalmente en gobiernos ‘regionales’ con autonomía para recibir cuantiosos recursos del canon y otras fuentes, se incentivó la emergencia de movimientos regionales oportunistas organizados para delinquir a través del ejercicio del poder político. Al perder vigencia los partidos de alcance nacional, han primado los movimientos ‘independientes’, sin convicciones democráticas, dispuestos a lograr sus objetivos pecuniarios en alianza con organizaciones delincuenciales dedicadas a la extorsión y el sicariato.

Esta problemática no se podrá superar con simples anuncios de retomar la senda del crecimiento económico y de combatir la delincuencia ampliando el número de efectivos policiales y mejorando su operatividad con patrulleros y armas. Como ya hemos visto, el crecimiento económico, sino viene acompañado de mayor institucionalidad y valores, tiende a exacerbar las condiciones de pobreza moral que encuban la violencia y la delincuencia. Por tanto, ante todo se requiere una estrategia sistémica que ataque frontalmente la corrupción, reforme radicalmente el Poder Judicial y la Policía Nacional limpiándolas de todo rastro de corrupción, reforme el proceso de descentralización fortaleciendo una gobernabilidad no electorera a nivel de macroregiones, y reconcentre los recursos dedicados por el Estado al desarrollo y la inclusión social en pocos programas cuyo objetivo central sea reducir la pobreza moral de las familias, más allá de su pobreza material.

Por Jorge Chávez Alvarez – Presidente Ejecutivo de MAXIMIXE