A propósito del megaescándolo Lava Jato y sus ramificaciones en el Perú, es imprescindible hacer una reflexión de fondo, que trascienda a las acusaciones mutuas, al afán de ver rodar a los ‘peces gordos’, al silencio cómplice y al ‘yo no fui’. El Perú es un país reincidente y pereciera no haber aprendido nada del megaescándalo de corrupción de los 90’s que afloró con el video Kouri-Montesinos, por no hablar de los diversos episodios de corrupción que recorren su historia republicana.
Lo más doloroso del engaño no está en su descubrimiento, sino en su ocultamiento por mucho tiempo y la red de complicidades que lo hicieron factible. Es difícil de creer que presidentes, ministros, viceministros y demás altos funcionarios puedan haber estado involucrados en el cobro sistemático de sobornos millonarios, gobierno tras gobierno, dentro de un régimen democrático en el que supuestamente existe un congreso, un poder judicial y una fiscalía autónomos, acompañados de una contraloría, una procuradoría, una defensoría del pueblo y una prensa ‘independiente’ ejerciendo el debido contrapeso al poder ejecutivo.
Definitivamente aquí lo que ha existido y sigue existiendo es un andamiaje de poder que atraviesa a todas las instituciones del Estado y de la propia sociedad civil; una podredumbre de espíritu que ha utilizado la razón de los discursos, los editoriales de periódicos, las fundamentaciones de leyes, las encuestas y demás enjuagues verbales de las entrevistas de la radio y la televisión, para enajenar la verdad, dominar, adormilar y manipular la opinión pública.
En esto la izquierda decadente no se diferencia en nada de la derecha putrefacta. Una utiliza el argumento populista para justificar toda obra ‘reclamada por el pueblo’ que aterrice en contratos fraudulentos en contra de los intereses del Estado, mientras que la otra utiliza el liberalismo económico como mascarón de proa para favorecer intereses de grandes grupos económicos. La mano izquierda y la mano derecha supuestamente libran batallas dentro de este juego opositor para entretener y confundir a las tribunas, cuando en el fondo ambas esconden la otra mano invisible: la mano mercantilista. La que arregla bajo la mesa, la que firma adenda tras adenda para inflar costos, la que cobra el soborno y los distribuye entre sus compinches.
Este andamiaje de poder, disfrazado de izquierda y derecha, ha tenido y tiene la capacidad de imponer la verdad y moldear las conciencias de los ciudadanos, así como de atraer a una élite exenta de valores, favorecida a través del chorreo de los exdedentes de la corrupción. Y este andamiaje de poder no va a desaparecer así nomás, por arte de magia de un mensaje presidencial en cadena de televisión, o de un conjunto de decretos legislativos de carácter cosmético.
La única forma de desaparecerlo es con una profunda reforma del Estado y una profunda reforma de los medios de comunicación que limite la monopolización de los medios y la presencia en su accionariado de agentes dedicados a actividades ajenas al periodismo. Llegó la hora de convocar a una Asamblea Constituyente que lidere la reforma de la constitución vigente, dando la pauta de la reforma del Estado, del sistema político, del sistema de justicia, del sistema económico y de los medios de comunicación.