En su momento los libros de historia tendrán que reconocer que, sin el profundo programa de estabilización y reforma estructural ejecutado entre agosto de 1990 y marzo de 1992, hubiese sido imposible vencer la hiperinflación y que durante el último cuarto de siglo el Perú haya podido reducir drásticamente la pobreza y que su economía haya mantenido un mayor dinamismo que el de la mayoría de sus pares en América Latina. Fueron medidas valientes y duras ante una situación parecida al caos en el que hoy agoniza Venezuela, tomadas dentro de un marco democrático de absoluto respeto a la Constitución y las leyes entonces vigentes.
De la peor crisis de hiperinflación e hiper-recesión de la historia del Perú surgió así la oportunidad de emprender un gran cambio. Sin embargo, con el tiempo todo sistema económico tiende al caos, y es lo que ha venido sucediendo en el Perú, debido a que gobierno tras gobierno sólo se ha cosechado lo sembrado entonces, sin proseguir con nuevas reformas de segunda y tercera generación. Los excedentes del Estado se han venido dilapidando en financiar una floreciente burocracia inoperante y proyectos de inversión sin priorización y sobredimensionados, menguando la competitividad y dinamismo de la economía. En lugar de promover un régimen de libre competencia que garantice la transparencia y el buen gobierno corporativo de las empresas privadas y las entidades del Estado, se ha sedimentado un régimen mercantilista en el que la inversión, convertida en tótem ideológico, ha sido una puerta abierta para el arreglo bajo la mesa y la coima, vía contubernios con el gobernante de turno.
Si bien la situación de emergencia que estamos viviendo hoy como consecuencia del Niño Costero, no se compara con la condición de extrema inestabilidad y caos de principios de los 90’s, puede ser una nueva oportunidad histórica para emprender las importantes reformas que fueron quedando en el tintero. La reconstrucción sola, más allá de ayudar a reactivar la economía a corto plazo, podría devenir en fuente de una crisis fiscal y de necesidad de un ajuste recesivo a mediano plazo, sino va acompañada de reformas que impulsen la competencia y la competitividad.
Entre otras reformas, se requiere llevar adelante una reforma que reduzca la grasa y fortalezca la musculatura del Estado, introduciendo un régimen de carrera pública y responsabilización de la gestión pública, junto al empoderamiento de mancomunidades macro-regionales para gestionar la inversión pública descentralizada. Se debe dar un fuerte impulso al desarrollo de ciudades sostenibles y a la gestión integrada de cuencas, propiciando en paralelo la reforma de la gestión del agua y una reconversión agrícola que permita dar un gran salto en la productividad del agro tradicional y de subsistencia. De otro lado, es fundamental legislar en torno al control previo de fusiones, el control de colusiones tácitas y la democratización del crédito perfeccionando la política que promueve el factoring. En buena cuenta, hay que reconstruir la agenda legislativa y gubernamental para convertir la emergencia en oportunidad.