Balance del mensaje de Vizcarra

El mensaje patrio del presidente Vizcarra puso la pica en Flandes. Ha marcado un antes y un después al levantar el dique que obstruye la posibilidad de una reforma integral del sistema político y judicial, largamente demandada por la gran mayoría de peruanos.

Montado sobre la ola de protesta de una sociedad civil encabritada, harta de la desmesurada corrupción dentro del Estado, el Vizcarra equilibrista y sin mayor afán reformista, le cede el sillón de Pizarro a un nuevo Vizcarra paladín e intérprete de la voluntad popular.

Para ello, dentro del marco de un sistema político atrofiado por la infiltración de las mafias y los pactos de impunidad, no llama la atención que el primer mandatario haya recurrido al referéndum, como mecanismo de democracia directa, asignándole a la población un rol protagónico en la toma de decisiones trascendentales, como la refundación del Consejo Nacional de la Magistratura, la aniquilación de la reelección de congresistas, el financiamiento trucho de los partidos políticos y el retorno de la bicameralidad.

Se trata de una hábil y arriesgada maniobra, que instaura una senda de negociaciones complejas con la oposición. Por lo cual, el antes y después de este discurso, también debería serlo para el propio gobierno de Vizcarra, que requerirá rodearse de mejores gestores y estrategas políticos y del desarrollo. La preferencia por sus amigos de siempre debería dar paso a una renovada preferencia por los mejores talentos del país, en todas y cada una de las instancias de gobierno.

En uno de los picos más altos de su discurso, Vizcarra hizo gala de un compromiso férreo con la prevención de la violencia contra la mujer y abogó por el cambio de la cultura machista dominante en la mayoría de hogares e instituciones del Estado.

También pudo sacarle lustre a la mayor velocidad de su gobierno para entregar recursos a los gobiernos regionales y locales, permitiendo elevar el ritmo de la inversión pública y el proceso de reconstrucción.

Sin embargo, eso no es suficiente y, como el propio primer mandatorio lo reconoció, se requiere echar a andar un Plan Nacional de Competitividad y Productividad, el cual ha sido pre-publicado por el gobierno para recibir aportes.

Este plan debería darle un rumbo estratégico a la gestión gubernamental. El repunte económico del segundo trimestre es tan solo una golondrina. Para hacer un verano se requiere mucho más que saber gastar más.

Hay que gastar mucho mejor, racionalizando los recursos dedicados a los programas sociales y recortando la burocracia no idónea que se ha venido acumulando gobierno tras gobierno, distrayendo recursos cuantiosos que podrían dedicarse a impulsar la competitividad de la pequeña y micro empresa.

En el marco de la reforma del poder judicial, se requiere una razia completa y una amplia convocatoria a profesionales jóvenes, egresados sobresalientes de las mejores universidades.

Qué mejor objetivo de competitividad que convertir al Estado peruano en una palanca competitiva, que reduzca su grasa y ensanche su músculo ahí donde se necesita. Para ello hay que acompasar la reforma política y judicial, con una profunda reforma del Estado, que sintetice, automatice y transparente procesos, que fusione organismos públicos redundantes e instaure una carrera pública.

Llamó la atención que el discurso presidencial no dedicara ni una palabra a la lucha contra la tala ilegal y la minería ilegal, grandes depredadoras de los recursos de biodiversidad del Perú. Con las justas hubo una tibia invocación a reducir el uso de bolsas de plástico, cuando se podría haber anunciado un plan de eliminación de su uso y su reemplazo por bolsas de material biodegradable.

Llamó también la atención de que no se diera cuenta de los avances en reforestación. Ciertamente, no ha habido avances sino retrocesos en este frente. Una lástima, teniendo el Perú uno de los mayores potenciales, para generar una revolución verde de agroforestería orgánica, capaz de eliminar toda la pobreza rural en la selva y la sierra.

Más allá de estos vacíos, el discurso de Vizcarra me hizo recordar al que diera Alberto Fujimori al inaugurar su primer gobierno el 28 de julio de 1990. Un discurso valiente, reformista y retador del establishment, imbuido de un afán de cambio sustentado en la triada: honradez, tecnología y trabajo.

Resulta paradójico que el fujimorismo de hoy esté en las antípodas del talante reformista del fujimorismo originario, que puso los cimientos de la estabilidad económica que hasta hoy goza el Perú, e impulsó la mayoría de reformas de primera generación.

Lástima que el autogolpe del 5 de abril de 1992 interrumpiera ese proceso reformista, y nos quedáramos sin las reformas de segunda y tercera generación, que hoy día, después de 25 años, el pueblo peruano las pone en la palestra y las exige con sus movilizaciones de protesta.

Como dijera Vizcarra, parafraseando a Vallejo, “hay, hermanos, muchísimo que hacer”. Más allá de la crítica, que siempre debe ser constructiva, el llamado reformista de Vizcarra debe contar con el respaldo y la participación de todos.