Pese a todo, Pedro Chávarry sigue siendo un precario fiscal de la nación. Ello porque, más allá de las velitas misioneras que le encienden sus hermanos jurídicos y congresales y sus sobrinos mediáticos, mantiene intactos sus presuntos vínculos con la más grande red de tráfico de influencias jamás conocida en la historia del Perú.
Tanto así que fue elegido apenas por dos votos, de sendos fiscales cercanos a esa misma red, a través de la cual varias organizaciones criminales han logrado impunidad en diversos procesos judiciales; entre ellas, logias del narcotráfico, del azúcar, de la educación, de la construcción y otros sectores.
El Perú no puede darse el lujo de dejar pasar la oportunidad histórica de cambiar de raíz su carcomido sistema judicial y desentrañar sus tentáculos con todas las mafias que siguen vivitas y coleando.
En tal sentido, la permanencia de Chávarry en el cargo de fiscal de la nación constituye un obstáculo insalvable y una afrenta para una sociedad peruana ansiosa de llegar al bicentenario de nuestra independencia, con una nueva república refundada en torno a valores sólidos.
La crisis moral que afecta a la política peruana demanda una reflexión seria sobre la relación que debería existir entre moral y política. La política no debe ser ejercida por quienes mienten buscando su propio beneficio, o quisieran hacer pasar el quebrantamiento de sus responsabilidades públicas por mentiras piadosas.
El que la mentira piadosa sea pan de cada día en la cotidianeidad del ciudadano común y corriente, no puede ser un argumento para admitir que la sociedad esté organizada bajo la tutela de instituciones mentirosas, y en torno a discursos de jueces y fiscales construidos en base a un encadenamiento de mentiras instrumentales que sirven al logro de objetivos soterrados o mafiosos.
Dentro del Estado, sólo cabe la mentira en situaciones de excepción moral, justificables en circunstancias extremas que entrañan una razón de Estado. De ninguna manera la mentira debería utilizarse como instrumento para manipular la realidad, aprovechándose del poder que se detenta, como estaría sucediendo con Chávarry y muchos otros jueces, fiscales y políticos, acostumbrados a vivir en una panacea pecuniaria, sustentada en la mentira y la basura bajo la alfombra.
Las cualidades morales de un buen fiscal y un buen juez deben ser la prudencia y la sensatez, en la medida que ellas permiten un sano equilibrio entre la responsabilidad y los principios que rigen su función pública. En el caso de Chávarry, estamos ante un mentiroso compulsivo, que le ha mentido al país en temas de interés público, vinculados a su presunta relación con una red de tráfico de influencias. Alguien como él definitivamente no puede ser quien encabece la lucha contra la corrupción en la fiscalía de la nación.
Para que podamos volver a confiar, busquemos entre los mejores peruanos a quienes debieran asumir las riendas del poder judicial. Me atrevo a proponer al eminente magistrado Nelson Ramírez Jiménez como nuevo fiscal de la nación, y al prominente Javier de Belaunde López de Romaña para presidir la Corte Suprema. Una dupla Guerrero-Farfán para devolvernos la esperanza en el futuro.