En 2018 la crisis climática mundial se ahondó y sobrepasó los vaticinios más pesimistas, presagiando consecuencias dramáticas para los próximos años. En los últimos cuatro años somos testigos de una pérdida acelerada de los mantos de hielo en la Antártida y el Ártico (inédita en los últimos 500 años), los glaciares han reducido su balance de masa por 31 años consecutivos, habiéndose alcanzado niveles excepcionalmente altos en las emisiones de CO2, en las temperaturas terrestres y oceánicas, el nivel del mar y su grado de acidez.
A vista y paciencia de los estados nacionales y las empresas, la humanidad marcha camino a un despeñadero de creciente escasez de alimentos, hambruna, enfermedades, desastres naturales, inundaciones y desplazamientos de poblaciones enteras.
En lugar de ser mitigadas, las causas de este drama siguen potenciándose: el nivel de dióxido de carbono trepó de 357,0 partes por millón (ppm) en 1994 a 405,5 ppm en 2017, previéndose que en 2019 aumente todavía más.
Lamentablemente no se puede decir que Perú esté en pie de guerra contra esta especie de corrupción ambiental, que dentro de nuestro territorio viene agudizándose de manera dramática. No se trata sólo de contaminación. Hay corrupción en ello, desde que hay actores coludidos en la depredación y el abuso, y desde que el Estado sigue ciego, sordo y mudo, sin siquiera contar con un sistema integral de monitoreo de los niveles de contaminación del aire, de los ríos, del mar; menos aun con un accionar efectivo.
Aquí priman las ciudades que son jolgorios de inmundicia; sin rellenos sanitarios, sin procesamiento de aguas residuales y sin acceso adecuado a servicios de agua potable y alcantarillado de calidad.
Pero eso sí, nuestras ciudades baten récords de emisión de CO2, a pesar de los centros de revisiones técnicas de vehículos. Sólo en Lima fallecen cada año 15 mil personas por efecto de la contaminación del aire. En costa, sierra y selva campea la minería y la tala ilegal, y se deforestan cada año 150 mil hectáreas de bosques. Los esfuerzos de reforestación son prácticamente nulos y ya hay acumuladas 10 millones de hectáreas de bosques deforestados.
El Perú se ha comprometido internacionalmente a reducir en 30% sus emisiones respecto al crecimiento anual proyectado hacia 2030, así como a promover la inversión privada orientada a mejorar la resiliencia climática.
Para ello se requiere a gritos la formulación de proyectos con impactos ambientales positivos, que reduzcan las emisiones de carbono, que eleven la eficiencia energética, el acceso y la calidad del consumo de agua, que mejoren la gestión de desechos, que sustituyan combustibles fósiles por energías renovables, que mejoren el uso de los suelos, que conserven los bosques, que protejan la biodiversidad, que mitiguen el efecto global del transporte y la infraestructura en el calentamiento del ambiente; y, sobre todo, que restaure los bosques, devolviéndoles su capacidad de generación de oxígeno.
No sirve de nada que el presidente Vizcarra se muestre comprometido en sus discursos, si no es capaz de inyectar su liderazgo a todos los niveles del Estado, para que se traduzca en un trabajo consistente sustentado en políticas, estrategias y metas claras, asumidas de manera compartida.
Si bien el sector privado es el llamado a ser el motor de la “lucha anti corrupción ambiental”, urge una convocatoria presidencial para que pueda desarrollar ‘proyectos verdes’ gravitantes y para promover su financiamiento desde la pre-inversión con ‘bonos verdes’.
Los ‘bonos verdes’ son títulos de deuda emitidos por empresas o gobiernos, con el compromiso de canalizar los fondos recaudados estrictamente a financiar proyectos de carácter ‘verde’; o sea, que tengan un impacto positivo en la mitigación de las emisiones de gases de efecto invernadero o en la adaptación de territorios vulnerables al cambio climático.
Si bien los bonos verdes y los bonos de carbono se tranzan en el mercado, a diferencia de los primeros, los segundos no son títulos de deuda sino de reconocimiento de las reducciones de emisiones de gases de efecto invernadero (huella de carbono), por lo que tienen un valor que va fluctuando en función a la demanda de las empresas que han cumplido con registrar su huella de carbono y necesitan reducirla. Una empresa genera huella de carbono a partir del reconocimiento de sus procesos de combustión, la mantención de flotas de vehículos propios, el consumo de electricidad, la generación de desechos y las emisiones generadas por sus proveedores.
Hay tres tipos de bonos verdes: los bonos de deuda corporativa, los bonos respaldados por préstamos al consumidor para financiar cambios de hábitos de consumo (como la emisión realizada por Toyota por 1,750 millones de dólares para financiar la compra de coches eléctricos e híbridos), y los bonos emitidos para financiar proyectos específicos de carácter verde.
Se necesita construir un banco de proyectos verdes debidamente certificados, para lo cual es imprescindible consolidar una institucionalidad público-privada, reglas claras para empresas inversoras y financiadoras e incentivos condicionados a resultados.
Actualmente existe una creciente disposición a obtener financiamiento a bajo costo para proyectos verdes, en la medida que se sustentan con detalle. Se trata de proyectos cada vez más rentables económica y financieramente, aunque son sensibles al horizonte de planeamiento, a los precios, al momento en que se generan los ingresos, a los costos de certificación y a la tasa de descuento (que van de 6 a 12%).
Alguien tiene que liderar políticamente la lucha contra este flagelo y ese alguien es el presidente Vizcarra. En 2019 y 2020 se debe lograr resultados tangibles. Siguiendo el ejemplo de la lucha anti corrupción judicial, empecemos ya la “lucha anti corrupción ambiental”; no hay tiempo que perder.