El crecimiento económico no es ya más que un discurso para conservar el poder una vez que ha sido ganado en elecciones democráticas. Permite, también, justificar a los ojos de los necios el robo, la corrupción y las obras faraónicas sobredimensionadas realizadas con sobornos. Mañana todos los ladrones serán políticos.
Los millones de ciudadanos que viven de la informalidad y los que viven en poblaciones rurales ¿creen, leen y/o entienden los discursos y mensajes de los académicos asentados en Lima alabando al modelo político y económico?
La clase media ha desaparecido por causa de su cobardía. Como la nobleza de los últimos tiempos de la Monarquía, no merecía ya más sus privilegios. Su sumisión al poder político inepto y corrupto, sin la imaginación suficiente para desterrarlo, la liquidó.
El modelo se ha degradado hasta el punto de que no queda ya de él más que una máquina que solo produce y acapara, no comparte ni reparte. Para dar salida a su producción obliga a los hombres a absorberla a través de un mercadeo a veces invasivo y ofensivo usando la tecnología moderna.
El libre mercado y el crecimiento del PBI no hacen sino conducir a más de lo mismo: bonanza para quien más tiene y el mismo status de miseria y aparente bienestar para las grandes mayorías. Aparente porque como ha demostrado la pandemia, nada era real. El modelo era una ilusión que desapareció ante el primer gran impacto de un desastre.
El país ha contraído un cáncer: esa proliferación desordenada de políticos y sus partidos con todos sus parásitos. Células inútiles como la burocracia inexperta e incompetente.
Son los mismos señores feudales de antes, la nobleza de los viejos tiempos. Son los únicos favorecidos por el aumento del PBI, las exportaciones, la democracia y el crecimiento económico. Controlan el dinero, tienen el poder, manejan los medios de comunicación. Crecen cada vez más, se enriquecen mucho más.
Las mayorías no prosperan, como ha demostrado la pandemia: servicios de salud y educativos inoperantes, servicios sociales y de previsión inútiles e ineficaz reacción ante una crisis.
No hay mucho que nos diferencie de la sociedad feudal de la Edad Media, salvo la tecnología, el manejo de los medios de comunicación, las redes sociales y las mejores posibilidades técnicas de mentir y ocultar la verdad.
El hecho es que el modelo político y económico es bueno para los menos pero no beneficia a los más. Nos condena a soportar políticos y funcionarios que nos mienten y nos roban con total impunidad o, en el mejor caso, sancionados por una justicia tan lenta que en la práctica deja de existir. No hay mecanismos que permitan a la ciudadanía despedir a sus políticos o funcionarios. ¿Es un designio divino, o el resultado de la indiferencia de todos nosotros?
Se ha inventado un pecado nuevo, el cual consiste en criticar la Constitución, una Carta Magna que consagra el derechos de los ricos a seguir siendo ricos y condena a los pobres y los ciudadanos comunes a seguir siendo el combustible del sistema, los animales de tiro que jalan la carreta del modelo político y económico a cambio de una cuantas y siempre insuficientes monedas.
Con la desesperación de sus víctimas, han abonado su sed de triunfo, sus apetencias de poder y su ambición, un puñado de hombres. Siempre ha sido así, desde el origen mismo de la República y así será por siempre si es que la gente no reacciona. Esta degradación voluntaria al nivel de manada gregaria, al grito de “democracia” de los políticos, continuará destruyendo a las mayorías si es que no se impulsa un cambio en nuestra sociedad.
En este contexto estamos obligados a elegir nuevas autoridades. Debemos hacerlo en forma diferente revisando bien a los candidatos, con la esperanza de que esta vez sea diferente; pero preparados para hacer algo si todo resulta ser igual.
Ello implica tomar conciencia de los problemas económicos y de gobierno y abandonar un modelo que defiende e impone la supremacía de la economía y de la democracia por encima del ciudadano y sus derechos elementales.
Siendo que el político es una especie inextinguible y renovable, es necesario que la sociedad diseñe un nuevo modelo que limite su poder y lo controle con el objeto de que se convierta en un elemento al servicio de la gente y no en su depredador. Al mismo tiempo la Nación tiene que reformar su estructura diseñando un nuevo modelo que sea inclusivo, que integre a las poblaciones originarias a la vida en común con los mismos derechos y atenciones, cosa que hoy no ocurre. El marginamiento de un importante sector de la población tiene que terminar para que podamos festejar cada aniversario de la independencia con legitimidad y honradez cívica, moral e intelectual.
Si algo debemos haber aprendido en doscientos años y que gracias a la pandemia hemos confrontado, es que la libertad declarada por San Martín es inútil e insuficiente si no existen mecanismos de integración cultural, inclusión social y económica e igualdad. Festejar la independencia no puede consistir tan solo en la asistencia al circo preparado por un Poder Ejecutivo que solamente ha reemplazado al Virrey de la Colonia. Festejar la independencia debe ser el reconocimiento de que todos tenemos igualdad de oportunidades y de acceso a la educación, a la salud, al trabajo y al control político.
Las ceremonias y desfiles anacrónicos deben ceder su espacio a un nuevo tipo de festejos del siglo XXI en los cuales podamos decir que todos somos libres con igualdad, inclusión y honestidad.