Antes de que Fujimori asumiera el mando en julio de 1990, a Michel Candessus, por entonces director ejecutivo del Fondo Monetario Internacional (FMI), le pareció escuchar música celestial para sus oídos cuando el enigmático “chinito” que acababa de ganar la elección presidencial en el Perú, le susurró su voluntad de realizar un ajuste drástico para curar la enfermedad hiperinflacionaria.
Yo venía de Inglaterra (Universidad de Oxford) llamado por Fujimori para ayudarlo a elaborar el plan de gobierno y el programa de estabilización y ajuste estructural, con mi tesis doctoral bajo el brazo sobre “El rol de las estructuras de mercado en la estabilización de hiperinflaciones”, con la cual logré convencerlo de abandonar su postura anti shock y, a la vez, tomar distancia de los planeamientos fondomonetaristas del Fredemo de Mario Vargas Llosa.
Ella contradecía el dogma del FMI que daba por sentado que toda hiperinflación era consecuencia de un exceso de demanda agregada en la economía, por lo que para curarla había que aplicar siempre la misma receta: cortar la demanda agregada con una maxi devaluación (“overshooting” cambiario) y emisión monetaria cero por parte del Banco Central de Reserva (BCR), tal como lo planteaba el Fredemo.
No cabía duda de la necesidad de un tratamiento de shock y así lo entendió el presidente electo. Sin embargo, nuestro shock tendría que complementarse con la recuperación de la autonomía del BCR, reflejada en un cerrojo fiscal (“cero financiamiento” del BCR al fisco) asegurado con control de caja diario, bajo el principio de que no se gasta más de lo que ingresa. Y, lo más importante, con una expansión acomodaticia de la emisión primaria, para evitar que la liquidez real se fuera al suelo al soltar los precios, de paso que el BCR recogía dólares del mercado para progresivamente ir reponiendo las reservas internacionales, que por entonces tenían un saldo negativo.
Liberalizamos los precios de la economía, incluyendo el tipo de cambio y los salarios. También eliminamos de un plumazo los más de cien tipos de cambio y el racionamiento discrecional de las divisas, buscando con el manejo de la liquidez que la demanda agregada no caiga, para así evitar un costo recesivo. La hiperinflación debía ceder ante un nuevo escenario sin incertidumbre respecto a la evolución de los precios relativos, en el que los agentes económicos ya podían hacer cálculo económico. Y así fue. Y no hubo recesión.
Fueron decisiones drásticas, qué duda cabe, pero a todas luces sensatas, como los resultados lo demuestran. Qué hubiese sido del Perú si Fujimori hubiera hecho eco a la propuesta del equipo heterodoxo que rápidamente se montó al gobierno electo tras la segunda vuelta electoral, que le proponía primero eliminar la pobreza y recién después preocuparte por la hiperinflación. Algo así como que en un hogar decidamos que todos salgan a buscar un empleo, justo cuando ha brotado un incendio que está quemando la casa. O si hubiera ido por la senda de aplicar “varios mini shocks”, o dolarizar la economía creando una moneda (“El Amaru”) anclada al dólar, entre varias de las vagas opciones que barajaba ese equipo heterodoxo.
Han transcurrido ya casi tres décadas desde entonces y hoy gozamos de una economía estabilizado, con un BCR autónomo. Sin embargo, los ecos de la música celestial de entonces llegan hoy con ruido de guitarreo maluco. Grandes problemas como la falta de acceso a servicios de educación y salud de calidad, el hacinamiento, la carencia de servicios básicos y la vulnerabilidad de las viviendas, los bajos niveles de empleo e ingresos siguen pendientes, agudizados ahora por una política sanitaria y económica inefectivas.
Para que haya melodía se requiere que suene un instrumento clave: el Estado. Y no sólo no suena, sino que no funciona. Necesitamos un Estado con capacidad de timonear la nave del desarrollo, y de una vez por todas deje en manos de la sociedad civil la tarea de remar.
Al igual que en agosto de 1990 hoy afrontamos una gran encrucijada. O seguimos todos los peruanos cargando sobre nuestros hombros un Estado burocrático y corrupto, incapaz de brindar educación, salud, vivienda, servicios básicos y seguridad con calidad y eficiencia, o dejamos esas andas a un costado y transformamos ese Estado en un instrumento generador de oportunidades para todos los peruanos.
Cambiar el “Viejo Estado” obsoleto y caduco por un “Nuevo Estado” proyectado al Siglo XXI, verdaderamente moderno desde su esencia y no desde su forma legal. La metamorfosis de ese Estado implica terminar con la ineficiencia, burocratización, corrupción, clientelismo, rentismo y captura de organismos clave dentro del Estado, a nivel nacional, regional y local.
De un Estado ‘todista’, que todo lo puede, hay que pasar a un Estado ‘catalizador’, que a partir del reconocimiento de sus limitaciones moviliza las fuerzas vivas de la iniciativa privada de las grandes mayorías y no sólo de los grandes grupos económicos.
De un Estado ‘paternalista’, que todo lo da desde arriba como maná que cae del cielo, a un Estado ‘participativo’ que promueve el sentido de responsabilidad para gastar y la dignidad de ser ciudadanos con opinión propia y convicciones.
De un Estado ‘monopolista’ y ‘mercantilista’, capturado por grandes grupos económicos y mafias vinculadas a la tala ilegal, el narcotráfico, el contrabando y la subvaluación, que concentra funciones y responsabilidades de carácter exclusivo, a un Estado ‘abierto y flexible’ que defiende los recursos estratégicos del país en beneficio de la sociedad en su conjunto y genera consensos para subir peldaños de eficiencia y competitividad.
La redefinición del Estado también implica desechar su carácter ‘populista’, estructurado para dar soluciones de altos réditos cortoplacistas en la clientela política, reemplazándolo por un carácter ‘eficientista’ orientado a la optimización del bienestar permanente de la Nación.
De un Estado ‘caudillista’, que maneja casi todo bajo el designio de la providencia de una persona, a un Estado ‘descentralista’ que concibe la toma de decisiones como un proceso descentralizado de construcción de soluciones a problemas complejos.
De un Estado ‘burocrático’ que se sirve de los ciudadanos para administrarse a si mismo y generar rentas ocultas en un sucio bolsilllo, a un Estado ‘transparente’ al servicio del ciudadano.
De un Estado ‘improvisado’ que no planifica o lo hace muy de vez en cuando o muy mal, a un Estado ‘previsor’ que todo lo presiente, lo sopesa y extrapola a la luz del conocimiento de los que más saben, y no de los que siempre están dispuestos a decir “sí señor”.
He aquí los verdaderos retos de una verdadera transformación del Estado, sustentada en una carrera pública extendida, con responsabilización. Tal debe ser el mandato que los peruanos debemos darle al gobierno que se instale a partir del 28 de julio de 2021. Que caiga la grasa y que se ensanche el músculo del Estado, que sí se necesita para transformar el país.