¿Se han preguntado por qué tantas ideas de cambio que han cautivado a muchos nunca se han llevado a la práctica? “Del dicho al hecho hay mucho trecho” reza un legendario proverbio; y aplica tanto a las estrategias de desarrollo de los gobiernos como a las estrategias de transformación de las empresas, que suelen quedarse en el tintero.
La promesa de cambio incumplida no necesariamente obedece a una falta de voluntad para hacer ni a una falta de comprensión sistémica del cambio pretendido, sino al modelo mental que hay detrás del líder o de quienes tienen la responsabilidad de ejecutar el cambio, que se constituye en una barrera infranqueable entre el discurso y la acción.
El modelo mental es una especie de “sub – ideología” o una “sub – religión” compuesta por profundas imágenes incubadas por interacción cultural. Los modelos mentales son subjetivos y pueden variar mucho de persona a persona. Son ambiguos, pues se sustentan en creencias y preferencias creadas a partir de la experiencia. Identificar los modelos mentales en una organización permite predecir los resultados de las acciones de las personas que la integran. Si bien están profundamente arraigados, están en constante evolución y pueden ser objeto de superación.
Los modelos mentales suelen tener un carácter disfuncional cuando las personas provienen de un entorno familiar de abandono o carencia psicológica o física, o de un entorno familiar de sobre protección, de añoranza aristocrática u opulencia fatua. En tales casos las imágenes están tejidas por historias personales que engendran prejuicios que determinan un modo de interpretar el mundo y el modo de actuar en él, bajo un conjunto de creencias y prácticas que constituyen una idiosincrasia distante de los valores comúnmente aceptados como buenos.
Así, puede suceder que el “líder innovador” esté atado a formas de pensar y de actuar que van a contracorriente de la innovación, guiado por una mente aversa al riesgo. Así también el “líder anticorrupción” puede ser proclive al robo desde el primer día en que asume el poder, lo mismo que el líder impulsor de una ideología socialista o humanista puede ser en la práctica el mayor déspota, autocrático y plutocrático.
Se atribuye a Carl Gustav Jung (1875-1961) la sentencia: «Las grandes decisiones de la vida humana tienen como regla general mucho más que ver con los instintos y otros misteriosos factores inconscientes que con la voluntad consciente y una razonabilidad bien intencionada». De ahí que las personas suelan traicionar con frecuencia las ideologías y teorías que profesan (su discurso), mientras tienden a ser absolutamente congruentes con sus creencias y prácticas idiosincráticas que encarnan su modelo mental.
Los modelos mentales suelen estar alimentados por simples generalizaciones que actúan como si fueran verdaderos paradigmas, como «las personas son indignas de confianza», “sólo se puede confiar en la familia”, “roba pero haz obra”, “los otros ya robaron bastante, ahora nos toca a nosotros”.
Es así como los modelos mentales juegan un rol muy activo en la vida política y de las empresas, al moldear nuestros actos en tanto líderes, funcionarios, ejecutivos o como simples ciudadanos o consumidores. Peter Senge señala que los modelos mentales son muy poderosos debido a que afectan nuestra capacidad de percepción e interpretación de lo que vemos: “Dos personas con diferentes modelos mentales pueden observar el mismo acontecimiento y describirlo de manera distinta porque se han fijado en detalles distintos.”[1]
Mientras mayor sea la brecha entre los modelos mentales y los valores o instituciones que dan sustento a la vida en sociedad o la vida empresarial, mayor será la probabilidad de fracaso, de cambio ilusorio. Los prejuicios y antivalores escondidos como ratas idiosincráticas en las cloacas de la casa, de los barrios, de las fábricas, de los despachos estatales y del propio Palacio de Gobierno o del Congreso, terminarán adueñándose del escenario, para mal.
La única manera de evitar ese sino pandémico es desterrando el liderazgo espurio, educando en valores que puedan constituirse en los paradigmas que den sustento a una institucionalidad fuerte, que haga posible el cambio.
Y las instituciones (desde el lenguaje hasta las instituciones del Estado de Derecho) no son otra cosa que el cúmulo de reglas de juego consensuadas por una comunidad para imponer limitaciones a la acción humana disfuncional, individual o de grupos, en procura de garantizar la mayor libertad para todos sus miembros.
Como dijera Douglass North, las instituciones son el principal patrimonio de toda sociedad. “La eficiencia y la equidad de un orden social depende sobre todo de su sistema institucional y, subordinadamente, de la calidad de sus organizaciones. Tal es la verdad elemental expresada en la creciente referencia a la «cultura» como razón última del nivel o del tipo de desarrollo.”[2]
Las instituciones no se inventan, sino que son producto de un largo proceso de interacción histórica. Construir sobre su estado actual es arduo y difícil, pero destruir lo avanzado es muy sencillo.
[1] Peter Senge (1999), La quinta disciplina. Ediciones Granica S.A. México D.F. Pp. 223.
[2] Yasbet Márquez Muñoz (1998), Douglass C. North: La teoría económica neo-institucionalista y el desarrollo latinoamericano. PNUD – Instituto Internacional de Gobernabilidad. Barcelona. Pp. 11.