La economía peruana es un cuerpo gangrenado por la informalidad, mal que ha proliferado en los últimos años pese a los discursos políticos, llegando a niveles récord a nivel latinoamericano.
Esta enfermedad endémica es la causa de casi todos nuestros males económicos, desde nuestra baja productividad, hasta el subempleo y los bajos ingresos de la población, siendo el caldo de cultivo de la corrupción y la delincuencia camufladas en actividades informales.
Sin embargo, en lugar de combatirla el Estado la ha venido promoviendo, al permitir que el contrabando, la evasión tributaria, la subvaluación, el lavado de activos y la tala ilegal cundan como heno acrisolado, u opio aletargante fumado a vista y paciencia de las autoridades.
Hasta un ciego puede ser testigo diario de la venta ilegal de productos de contrabando en la vecindad de la sede de la SUNAT. Con un poquitín de empeño se podría detectar los culebrones de camiones que cruzan la frontera puneña desde Bolivia, y hasta barcos y aviones desde Tacna, cargados de contrabando.
Las mafias que mueven todos esos hilos de ilegalidad están instituidas hasta tal punto que tienen permiso para matar la escasa economía formal, que es la que para la olla del Estado; una olla devorada por una burocracia pletórica, que ha venido creciendo a un ritmo frenético gracias al clientelismo de los últimos gobiernos.
Sin embargo, a esas mafias nadie las toca; con la salvedad de la Unidad de Inteligencia Financiera, que combate en completa orfandad el lavado de activos.
Así, en el primer semestre de 2018 el empleo informal creció 4,7% mientras el formal disminuía 1,3%, continuando su tendencia alcista mostrada en el segundo semestre de 2017, cuando creció 5,4% mientras el empleo formal subía apenas 0,3%.
¿Cómo puede haber justicia económica en un país en el que hay el doble de trabajadores informales (8,5 millones) que los que acceden a un trabajo formal (4,3 millones) en zonas urbanas?
Más allá de la permisividad del Estado para combatir las mafias que subyacen a la informalidad, ésta también se explica por los elevados costos, trabas burocráticas y riesgos de volverse formal, y la baja productividad de las empresas informales, que no les permite contar con los ingresos necesarios para cubrir sus costos.
Entre los principales costos, está la alta carga impositiva que soportan las empresas formales respecto a la que se aplica en otros países, donde vienen cundiendo reformas tributarias centradas en la simplificación, la reducción del impuesto a la renta y la aplicación de regímenes que incentivan la transferencia tecnológica, la transformación digital y la competitividad logística.
Un factor gravitante de la informalidad es el desaliento que implica para el contribuyente el saber que los recursos fiscales serán despilfarrados por el gasto ineficiente y corrupto del aparato público.
Otro factor clave es la existencia de normas y rigideces institucionales que promueven la atomización de las pequeñas y microempresas y su desarticulación con las medianas y grandes empresas.
En tal sentido, es lamentable que los beneficios de la actividad de fomento a la ‘clusterización’ y de promoción productiva y exportadora que ha venido realizando el Estado, se haya concentrado principalmente en las medianas y grandes empresas, dejando a las pequeñas y microempresas en la más absoluta soledad.
De otro lado, en lugar de regalar títulos de propiedad a invasores de terrenos, el Estado debería impulsar el desarrollo planificado de las ciudades, con un enfoque de competitividad que priorice la elevación de la productividad de las empresas informales, brindándoles asistencia técnica de calidad y una dotación de trabajadores tecnificados a través de programas de educación dual o en alternancia.
Es increíble que tres cuartas partes de los trabajadores peruanos no sean clientes del sistema financiero. Además, que el costo del financiamiento de la pequeña y microempresa siga situado entre los más altos de América Latina.
Para revertir esta situación se requiere impulsar la competencia y la innovación bancaria, así como el desarrollo del mercado de capitales, las operaciones de factoring y las ‘startups’ financieras, más conocidas como ‘fintechs’.
En lugar de ampliar programas de pensiones no contributivas, como Pensión 65, que desincentivan la formalización empresarial, el Estado debería aplicar esos fondos a bajar la carga pensionaria sobre los hombros de las Mypes.
Llegó la hora de impulsar desde la sociedad civil un consenso respecto a una Agenda de Formalización, para que tanto el Congreso como el Ejecutivo la hagan suya y se ejecute, y así podamos la gran mayoría de peruanos llegar al Bicentenario de la República con pie transformador y ganador.