Colapso social en Chile: ¿Qué podemos aprender?

¿Qué puede llevar a una sociedad con bajo nivel de pobreza, como la chilena, a una explosión social de amotinamientos, violencia, vandalismo y destrucción? Las alarmas se han encendido no sólo en Chile, sino en toda América Latina.

Supuestamente estábamos ante el ‘modelo económico más exitoso’, portador del ingreso per cápita más alto de América Latina. Caso opuesto al de Venezuela, indisputable líder mundial en nivel de miseria, donde cerca del 80% de la población es pobre y padece los mayores niveles de desnutrición y morbilidad y sin acceso a medicinas, y donde el derecho a la protesta está proscrito y la única vía de salvación es la emigración.

Pese a todo, desde la perspectiva de nuestra izquierda criolla, en el caso chileno estaríamos ante un despertar del pueblo chileno conducente a la agudización de las contradicciones naturales de un sistema capitalista que tendría que ser reemplazado por un sistema comunista o algo parecido, a lo Maduro en Venezuela.

Desde el otro extremo, la perspectiva de la derecha apostaría a que en Chile se reprima la ola de violencia ‘subversiva’ o ‘terrorista’ con el uso de la fuerza, para forzar la instauración de una dictadura que perpetúe el ‘status quo’.

Ambas interpretaciones extremas se retroalimentan por lo que sería infantil caer en ellas, porque la realidad es más compleja. Para empezar, en Chile no se puede hablar del alzamiento de un pueblo oprimido, sino de segmentos de la sociedad que perciben como ilegítima la actuación política de sus autoridades y la transparencia de sus instituciones.

Más que un fracaso del libre mercado en Chile se trata de un fracaso de la falta de libre mercado. Más que fracaso de la democracia liberal en Chile, se trata del fracaso de su desvirtualización ante la escalada de casos de corrupción y gollerías en las altas esferas políticas, junto a una creciente falta de transparencia en instituciones como el ejército y los carabineros, hasta hace pocos años baluartes de transparencia y credibilidad institucional, en un país donde un puñado de familias detentan gran parte de la riqueza, frente a una mayoría de la población que, aunque alcanza a satisfacer sus necesidades básicas, lo logra con gran estrés, elevado endeudamiento y pensiones menores al sueldo mínimo.

Se trata también del fracaso de la desigualdad extrema en la distribución de los frutos del crecimiento económico, motivada por el predominio de cárteles, prácticas de integración vertical inhibidoras de la competencia, elevadas barreras de ingreso al mercado, alta concentración de los mercados, corrupción, impunidad y seguridad social tramposa. Todo lo cual no sólo es el mejor caldo de cultivo para la efervescencia social sino para la merma de la productividad y el propio pretendido crecimiento económico.

Como detonante actuaron las sucesivas alzas de la tarifa del Metro de Santiago en hora punta, la del ferrocarril metropolitano y la de la luz, junto a precios prohibitivos de los medicamentos (entre los más altos de la región) y un sistema privado de aseguramiento de la salud que cubre no más del 60% de las prestaciones. Las redes sociales hicieron el resto, al viralizar en un santiamén la protesta y llevarla a su climax.

Lo que está pasando en Chile simboliza el fracaso de una falsa modernidad, sustentada en un neo mercantilismo en el que la institucionalidad democrática ha sido suplantada por una seudo institucionalidad informal controlada por grandes grupos económicos, mafias y partidos políticos rentistas. Ni en Chile ni en Perú el Estado es un árbitro equilibrante, porque en mayor o menor medida ha sido reemplazado por el arreglo bajo la mesa, la impunidad, el populismo dadivoso y la insensibilidad con las grandes mayorías.

El colapso social en el vecino del sur debería servir para que América Latina realice una profunda reflexión. No se puede aspirar al desarrollo sin equilibrio económico y social; sin un Estado capaz de disciplinar al poder mercantilista y monopólico; sin una armonía fundamental a nivel de las pasiones (moral) y de los intercambios (economía), lo que implica el desarrollo de una inteligencia social puesta en acción por una clase política renovada, conformada por los mejores talentos; muy distinta a la actual, que ha dado sobradas muestras de ineptitud e inconsecuencia.