¿Competencia o monopolio entre empresas constructoras?

¿A qué empresas le entregará el gobierno el apetitoso pastel de las obras de infraestructura de la ‘Reconstrucción con Cambios’ y los Juegos Panamericanos en ausencia obligada de las constructoras brasileras implicadas en el escándalo de corrupción Lava Jato? ¿A empresas peruanas o extranjeras?

Es mucho lo que está en juego en la respuesta a esta pregunta. En primer término, está en juego la posibilidad de superar un régimen de corrupción y tráfico de influencias que ha primado en el Perú, para asignar a dedo los contratos a un grupo de empresas vinculado al poder de turno. Segundo, la posibilidad de atraer a las mejores empresas constructoras y de ingeniería del mundo. Tercero, la posibilidad de promover el desarrollo de las empresas constructoras y de ingeniería peruanas, a través de su asociación equitativa con empresas de fuste mundial. Y cuarto, la posibilidad de instaurar un régimen de competencia en el mercado de infraestructura peruano, que evite la concentración en pocas manos, las adendas fraudulentas y el conflicto de intereses que surge cuando una misma empresa elabora los estudios de ingeniería y la ejecución de la obra.

Durante el largo período en que reinó el monopolio del clan de empresas brasileras y sus socias peruanas, las empresas de ingeniería y construcción más reconocidas mundialmente por su transparencia, honestidad y alta tecnología -provenientes de países como Estados Unidos, Francia, Canadá, Alemania, Inglaterra u Holanda- ni siquiera asomaban por el Perú, porque sabían que aquí no había verdadera libre competencia, sino mercantilismo puro y duro.

Al desmoronarse ese monopolio, gracias a los jueces y fiscales de Brasil y Estados Unidos, nuevamente esas empresas que registran un récord de ‘cero adendas’ en contratos de concesión, han puesto sus ojos en el Perú y están dispuestas a brindar sus servicios profesionales. Sin embargo, todavía no saben a ciencia cierta si las reglas de juego serán transparentes y se ceñirán a un régimen de libre competencia. Más aún, ya empiezan a enterarse de posibles acuerdos del gobierno para trabajar sólo con empresas chinas o españolas -adenda dependientes- que son las que vienen dominando el mercado mundial de la construcción, gracias a sus estrategias agresivas para penetrar mercados, que en muchos casos las ha envuelto en problemas de fraude similares a los del caso La Jato.

Las constructoras chinas -muchas de ellas públicas- vienen ingresando con fuerza a los mercados de infraestructura, con el soporte de un poderoso brazo financiero, que no tienen las empresas peruanas o de terceros países. Es así que en 2016 dieron un salto de 50% en su contratación mundial respecto al 2015, superando a las constructoras españolas.

Las constructoras chinas tienen actualmente contratos en Latinoamérica por 74.000 millones de dólares, según el BID, concentrando su participación en energía, transporte y telecomunicaciones. Han firmado contratos de asociación público-privada en Colombia y Ecuador. No obstante, varias constructoras chinas vienen teniendo problemas severos. Por ejemplo, China Harbour Engineering Company, uno de los ofertantes en la licitación de la Línea 2 del Metro de Panamá y contratista de una gran obra vial en Costa Rica, está inhabilitada para intervenir en proyectos financiados por el Banco Mundial.

En Ecuador las constructoras chinas virtualmente han monopolizado las obras de infraestructura. El modelo de negocio aplicado es super agresivo: conseguir la asignación directa de las obras -sin licitación- por parte del propio presidente de la república, Rafael Correa, con el gancho del financiamiento del Gobierno chino. Un arreglo en las alturas que se presta a las mayores suspicacias, por la falta de transparencia y sus efectos negativos en la libre concurrencia que rige a toda economía de libre competencia. Hermel Flores, presidente de la Cámara de la Construcción de Pichincha, ha denunciado que las constructoras chinas traen todo de China; hasta los insumos más simples, privando a las empresas locales de generar ingresos y empleos. También ha reclamado que la falta de competencia ha hecho que varias obras se hayan contratado a precios inflados, como sucedió en el Perú con el monopolio brasilero. Un ejemplo de ello es el proyecto Coca Codo Sinclair, que partió con un presupuesto de US$ 1.503 millones y luego se llegó a US$ 1.978 millones. Además, un número creciente de subcontratistas ecuatorianos de las empresas chinas vienen denunciando incumplimientos de compromisos.

No pocas constructoras españolas también han tenido severos problemas de incumplimientos en Panamá y Colombia. Es así que el conflicto entre Sacyr y la Autoridad del Canal de Panamá por las obras de ampliación de la infraestructura fluvial, ha devenido en un proceso de cobro de adelantos por US$ 320 millones, ante el incumplimiento de la contratista de presentar los avales que garantizarían los pagos. En Colombia dicha empresa ha llegado al punto de una inminente cancelación de los contratos, ante una sucesión de escándalos de incumplimientos. «Algo estamos haciendo mal los colombianos con el llamado desembarco español que tanto nos deslumbró. En lugar de que nos haya servido para impulsar un modelo de desarrollo más eficiente y transparente, nos está devolviendo a los tiempos de la Colonia», escribió hace poco la columnista María Jimena Duzán en ‘Semana’ a raíz del escándalo del Canal Isabel II.

Según el analista colombiano Jorge Restrepo, las constructoras españolas «tienen mala imagen por supuestas prácticas corruptas y por buscar ventajas posteriores en tribunales de arbitraje». El ex vicepresidente Francisco Santos señala que la sucesión de escándalos «perjudica a España y pone la lupa sobre las compañías españolas presentes y futuras». «Los casos de Electricaribe, Telefónica y los incumplimientos de Sacyr… han hecho que la inversión española atraviese un momento crítico en términos de reputación», sostiene Fernando Quijano, director del diario económico ‘La República’.

Los litigios por sobre-costes ha afectado a otras empresas españolas, inclusive a la empresa líder del sector en España, ACS, a raíz de las obras del metro de Lima, por las que viene reclamando el pago de US$ 280 millones al gobierno peruano ante un tribunal de arbitraje del Banco Mundial. Además, ACS ha sido demandada por supuestas prácticas anticompetitivas de su filial Dragados en la fabricación, alquiler y venta de construcciones prefabricadas o modulares.

A ello se suma el escándalo de la empresa pública Acuamed, protagonista de un fraude millonario en la adjudicación de contratos de obras hidráulicas infladas, a cambio de jugosas comisiones. Y también el caso de la constructora Acciona, involucrada en un desfalco millonario en la construcción de la plataforma logística de Zaragoza.

Problemas de esta naturaleza suelen derivar de arreglos bajo la mesa al más alto nivel político. El lobby bien entendido, consiste en una gestión de intereses siguiendo los pasos de un debido proceso administrativo. Pero ese tipo de arreglos en las alturas son harina de otro costal y constituyen delito de tráfico de influencias. El delito de tráfico de influencias se da cuando el representante de una empresa acuerda directamente con un vice-ministro, ministro o presidente un contrato, para luego inducir a funcionarios de tercer nivel a que santifiquen ese acuerdo bajo la mesa. Tal pareciera haber sido la jugada en la mayoría de contratos de concesión de infraestructuras en el Perú, sin que hasta hoy ningún traficante de influencias haya pagado pena ante la justicia. El tráfico de influencias es una institución fraudulenta que debe romperse de una vez por todas. Que Lava Jato al menos nos sirva para que esa historia no se repita.