Quiérase o no, la economía peruana requiere del impulso de la producción y la inversión minera para revertir su desaceleración. Conflictos mineros transformados en oportunidades para construir el florecimiento de una minería articulada a un desarrollo agrícola, forestal, turístico y acuícola potente, en equilibrio con el ambiente. Eso es lo que está faltándole al Perú.
Para ello necesitamos cambiarle el chip paternalista a las empresas mineras que suelen desplegar sus vínculos con las comunidades campesinas, en relaciones de toma y daca de corte mercantilista. Cambiárselo por un nuevo chip promotor de un desarrollo equilibrado multisectorial, articulador de las vocaciones productivas de cada zona del entorno del proyecto minero.
Un nuevo chip orientado a la asociación y la responsabilización en la asunción de riesgos compartidos con las comunidades, antes que a la dádiva y la ayuda social caritativa. Sólo así se podrá aspirar a un desarrollo territorial de valor compartido para todos, capaz de asegurar la rentabilidad de las operaciones mineras dentro de un portafolio amplio de actividades rentables, que aseguren la sostenibilidad del desarrollo comunitario, después de que se agote el yacimiento minero.
Pero el nuevo florecimiento de la minería peruana también supone cambiarle el chip mediocre con el que el Estado ha venido abordando los conflictos sociales. Un Estado que no planifica su desarrollo territorial, que no sabe hasta dónde llega su responsabilidad y dónde comienza la de la empresa minera, que no cuenta con una cartera de proyectos de desarrollo debidamente priorizados, que no contribuye a construir vínculos de confianza entre los inversores y la población.
Existe un discurso anti minero y anti inversión privada que se nutre de todas estas carencias y que es muy dañino para el Perú. Un discurso que alimenta un odio ciego, ignorante de la naturaleza riesgosa que encarna una inversión minera, que ahuyenta la inversión inhibiendo la posibilidad de convertirla en una palanca para el desarrollo de otras vocaciones productivas de la población.
Un ejemplo patético es el conflicto de Las Bambas, donde la empresa inversionista ni siquiera es privada, sino que es una empresa estatal china (MMG). Conflicto motivado por el paternalismo de dicha empresa, la mediocridad del Estado en la toma de decisiones y la lógica mercantilista a la cual han acostumbrado a las comunidades campesinas, dando lugar a demandas puramente pecuniarias por parte de éstas, utilizando mecanismos de extorsión y de amenaza del uso de la violencia, como patrón sistemático para conseguir ‘resultados’.
Sin romper con este marco paternalista, burocrático, mercantilista y achorado, el gobierno de Vizcarra acaba de lograr una tregua con las comunidades del entorno de Las Bambas. Sin embargo, es evidente que el conflicto seguirá latente y podría recrudecer en cualquier momento.
Porque se trata de una tregua sujeta con pinzas, por estar supeditada al cumplimiento de demandas mercantilistas mezcladas con exigencias que lindan con la anarquía.
Desde un inicio, el gobierno claudicó a hacer prevalecer el imperio de la ley usando la fuerza policial para evitar actos de sabotaje en contra de infraestructuras de transporte. Ahora, para colmo parece estar transigiendo en conceder amnistía a los instigadores de la toma de carreteras, así como en liberar a los extorsionadores profesionales contratados por la dirigencia de la comunidad de Fuerabamba.
Todo ello es fuente de incertidumbre, no sólo para la empresa que explota Las Bambas, sino para las demás operaciones mineras y toda nueva inversión minera en Perú. Gobernar y negociar implica sapiencia, arte y coraje. Ojalá estos atributos reaparezcan.