La tentación de la reelección en América Latina

En los años ochenta, con el retorno de la democracia a la región, exceptuando Nicaragua, República Dominicana y Paraguay (más Cuba donde no se celebran elecciones), en Latinoamérica el presidente no podía reelegirse de forma continua. Recién es a mediados de los noventa cuando en la mayoría de los países de la región empezó a triunfar la tendencia reeleccionista que se prolonga hasta la actualidad. Los precursores de la reelección continua (dos mandatos seguidos) fueron Alberto Fujimori en Perú con su Constitución de 1993 y Carlos Menem en Argentina tras la reforma constitucional de 1994. A ellos se les unirían Brasil en 1998 y Venezuela en 1999, país que, luego, en la posterior enmienda de 2009, introdujo la reelección indefinida. Finalmente, en la década pasada, las reformas constitucionales en República Dominicana (2002), Colombia (2004), Ecuador (2008), Bolivia (2009) y Nicaragua (2010 y 2014) fortalecieron ésta tendencia a favor de la reelección continua o indefinida. Hoy sólo 4 de los 18 países latinoamericanos (México, Guatemala, Honduras y Paraguay) prohíben de manera absoluta cualquier tipo de reelección, es decir,  nunca más la misma persona puede volver a ser candidato.

La reelección continua es una modalidad que suele favorecer al partido oficialista y/o al presidente en el poder. Desde que se iniciaron las transiciones a la democracia en la región, todos los presidentes que buscaron reelegirse lo lograron, menos dos: Ortega en Nicaragua (1990) y Mejía en República Dominicana (2004). En el 2014, con la victoria de Dilma Rousseff en Brasil, ya son tres los presidentes reelectos (se suman Santos en Colombia y Morales en Bolivia), y muy probable que Ortega en Nicaragua se presente en el 2016 y obtenga su tercer mandato consecutivo. Dicha situación se torna preocupante, ya que la experiencia comparada latinoamericana indica que en países con institucionalidad débil la reelección consecutiva o indefinida ha servido para concentrar el poder político en el Ejecutivo, con grave afectación al principio de división de poderes y sobre todo a la independencia de los órganos del poder público, a los cuales les corresponden funciones de control tanto jurisdiccional como política. La única vía para romper con este «hiper presidencialismo» pasa por propiciar una activa y madura participación de los ciudadanos que en el corto plazo arribe a la generación de liderazgos democráticos y una sólida cultura cívica, lo que sentará las bases para la construcción de instituciones legítimas, transparentes y eficaces, que cuenten con sistemas de frenos y contrapesos entre los poderes.