Gracias a la impecable labor de los fiscales Rafael Vela y Domingo Pérez, se comienza a corroborar con pruebas lo que todos sospechábamos; que la corrupción en el Perú no la inventó Odebrecht ni sus socias brasileras; que aquí la mayoría de empresas constructoras autóctonas se han coludido sistemáticamente desde tiempos que se remontan a los años 80’s, para repartirse a su antojo licitaciones y concesiones, sobrevaluar obras, fraguar estudios de factibilidad y simular la firma de adendas.
Contubernio de empresas que compran autoridades elegibles financiándoles sus campañas electorales por lo bajo, para que al llegar al poder limpien de piedras burocráticas la ruta del latrocinio. Confabulación para coimear funcionarios corruptos y para subvertir el sistema de libre competencia y reemplazarlo por un sistema de repartija. Cónclaves empresariales para dorar la píldora y disfrazar el saqueo con el ropaje de una sobredimensionada brecha de infraestructura que debía cerrarse distrayendo cada vez más recursos del erario que hubieran podido aplicarse a elevar el acceso a una educación y una salud de calidad.
En una estafa tan monumental al Perú y a los peruanos, se necesitaba que empresas ajenas al rubro de la construcción también conocieran el tinglado y formaran parte de él en roles diversos, imprescindibles para esconder la basura debajo de la alfombra.
Se requería de empresas supervisoras que santificaran los pecados de ingeniería. Se necesitaba de bancos que otorgaran fianzas y líneas de financiamiento haciéndose de la vista gorda. Para que la alfombra fuera roja, era imprescindible que las calificadoras de riesgo no detectaran fallas de cumplimiento y otorgaran clasificaciones de grado de inversión a diestra y siniestra, así como de sociedades auditoras que aprobaran estados financieros fraguados. Para que todo pareciera transparente, debía haber arbitrajes con árbitros amañados, y estudios de abogados y consultoras dispuestas a poner su sello a la rapiña.
Es irónico que la mayoría de estas empresas, cómplices de la mega corrupción, sean corporaciones rimbombantes, que se han jactado de tener códigos de ética, y de cumplir con severos manuales de buen gobierno corporativo y planes de responsabilidad social empresarial.
Ante tamaño engaño, es feo que hasta hoy la CONFIEP no haya atinado a liderar el cambio ético empresarial que las circunstancias demandan. Peor aún, todavía resuenan las palabras de su actual presidente en el último CADE, acusando a los fiscales Vela y Pérez de ser instrumentos de una “campaña de destrucción contra el sector privado”.
El gremio de todos los gremios empresariales no puede darse el lujo de quedarse inmóvil, esperando que pase la ola Lava Jato para que todo siga igual. Es tiempo de una reconfiguración de la CONFIEP. Tiempos de un nuevo liderazgo empresarial, comandado por una nueva estirpe de empresarios portaestandartes de la transparencia y la ética.
Conforme el Perú vaya entrando a la era digital será más evidente que cualquier desliz ético empresarial se paga con la vida, porque nunca como hoy la reputación y el prestigio de las marcas ha dependido tanto de la conducta ética empresarial y su repercusión en las redes sociales.
Estamos en tiempos de grandes cambios. Así como al gobierno y al congreso les corresponde asumir el reto de las grandes reformas pendientes, a los gremios empresariales les toca asumir el reto de su propia reconversión ética. No puede haber empresarios honestos si no hay líderes empresariales que reivindiquen la integridad y la transparencia como virtud fundamental para hacer buenos negocios.