El impacto devastador de las lluvias diluvianas que viene padeciendo el Perú, es dependiente de la intensidad de las precipitaciones pluviales, pero sobretodo del nivel de vulnerabilidad de la infraestructura hidráulica y de transportes (cuencas de ríos, carreteras, caminos, puentes, etc.) y de las viviendas ubicadas en zonas propensas a ser arrasadas.
Si bien el Estado no puede controlar la intensidad de las lluvias, lo que sí puede y debe controlar es la calidad de la infraestructura hidráulica y de transportes, así como la ubicación de las viviendas.
Sin embargo, la ola de huaycos que viene azotando al Perú, corrobora lo que el caso Lava Jato ya había puesto en evidencia: que la calidad de la infraestructura es pésima, porque quienes manejan las riendas del Estado se han hecho de la vista gorda a la hora de contratar obra pública y de controlar el cumplimiento del mantenimiento rutinario, periódico y de emergencia a cargo de las empresas concesionarias. Osea, si bien las prácticas corruptas de Odebretch son una suerte de relojería suiza para el pago de coimas, no distan mucho de las prácticas que se ha seguido en una amplia gama de contratos bamba de infraestructura.
Se supone que el Estado debe medir con antelación el nivel de pérdidas potenciales que podría originarse ante un evento catastrófico como el que viene flagelando al Perú. Se supone también que el Estado tendría que haber realizado una labor de prevención y reducción de las vulnerabilidades antes de que se produzca el evento riesgoso, incluyendo la ejecución de planes de ordenamiento territorial. Sin embargo, el Estado es un archipiélago de entidades descoordinadas con funciones superpuestas, siendo terreno propicio para no hacer nada o hacer a media caña.
De hecho, en el presupuesto público se ha venido asignando cuantiosos recursos para prevención de riesgos por el Fenómeno El Niño. En 2015 se asignó S/. 2,026 millones y en 2016 S/. 1,215 millones. Sería bueno saber en qué gasto el gobierno de Humala estos S/. 3,241 millones, dado que lo acontecido en 2017 evidencia que las cuencas de los ríos han estado mayormente colmatadas en grado sumo. Muchos gobiernos municipales ni siquiera aplicaron los recursos asignados a obras de prevención, sino que los desviaron a otros usos, incurriendo en malversación. ¿La Contraloría está al tanto de esto?
La mejor prevención contra desastres son las obras de infraestructura bien hechas. Lamentablemente, poco es lo que ha importado a las autoridades y funcionarios la calidad de la obra pública. Obras públicas que no cumplen con estándares técnicos y de calidad mínimos, o que están sobredimensionadas o infladas en sus costos, son producto de una co-responsabilidad entre autoridades y funcionarios que contratan, la empresa contratista, la empresa supervisora de la obra, los funcionarios y los ingenieros que firman los planos. La consecuencia: carreteras que se destrozan con dos días de lluvia, puentes que colapsan a la primera de bastos.
Los sucesivos ministros de economía han sido comparsas de este estilo de gestión de la infraestructura, seducidos por mostrar el crecimiento de la economía más alto posible a corto plazo, con la mayor cantidad de gasto en infraestructura posible, sin importar hasta qué punto ese crecimiento es sostenible y deseable, y si ese gasto eleva más o menos la productividad de la economía frente a usos alternativos, como la educación, la salud, etc.
Ni qué decir de las invasiones auspiciadas por políticos ávidos de popularidad y un Estado más preocupado en batir records de otorgamiento de títulos de propiedad que en planificar el desarrollo de ciudades sostenibles. El resultado ha sido ciudades que se desparraman horizontalmente, con asentamientos humanos ubicados en en zonas de quebradas y laderas de alto riesgo y de difícil acceso para el tendido de redes de agua y alcantarillado.
Las cuencas del Rímac y el Chillón que alimentan de agua a la gran Lima, están colapsadas por la deforestación, la contaminación de residuos químicos, relaves mineros y residuos orgánicos de las viviendas ribereñas. Las invasiones en terrenos adyacentes a las cuencas, y el arrojo recurrente de basura y desmonte que tienden a colmatar los causes, complican aún más este cuadro.
Si de algo debe servir la catástrofe que estamos viviendo hoy, es para dar un giro de 360 grados. Se necesita ordenar el crecimiento de las ciudades y, al mismo tiempo, invertir más en fuentes sostenibles de abastecimiento de agua potable y tratamiento de las aguas residuales. Hay que invertir en construir, ampliar y rediseñar colectores de aguas de lluvia, en piscinas que permitan recibir y colectar el agua evitando que escurra sin control, y en el mantenimiento y descolmatación de las vías de evacuación de agua. Sedapal debe ser transferida a la Municipalidad de Lima, contando con un presidente altamente calificado y un directorio conformado por expertos. La mediocridad y la corrupción en el historial de esa empresa pública está muy vinculada a su politización.
También es fundamental dar primera prioridad a un programa nacional de gestión integral de residuos sólidos, impulsando su gestión integral, incluyendo el reciclaje y la generación de energía. Necesitamos ciudades planificadas, con programas de inversión sustentados en un enfoque de desarrollo de espacios públicos y movilidad urbana. En consecuencia, la reconstrucción tras la actual catástrofe, no debiera ser un simple ejercicio de rehacer los destruido. Más bien, debería ser un esfuerzo de creación de condiciones para el desarrollo sostenible de los asentamientos humanos y ciudades afectados. No caben más asentamientos en zonas vulnerables, que deberían declararse como intangibles, pese a quien le pese.
Contacto: jorge.chavez@maximixe.com