El sicario es un asesino que mata por plata, por orden de un autor intelectual que busca encubrirse en el anonimato. Sus víctimas potenciales pueden ser cualquiera de nosotros, no importa si eres delincuente, traficante, pobre, rico, estudiante, profesor, ambulante, mujeriego o simple seductor. Para el sicario la vida no vale nada; la muerte lo vale todo, y es esta distorsionada valoración y el monopolio de información acerca de quienes lo contratan, la mayor fuente de su poder. Un poder que se yergue por encima del poder político o del dinero mismo de quien contrata.
El sicario se inicia como pandillero, luego pasa a ser un ajustador de cuentas de los que incumplen el pago de cupos a bandas de extorsionadores. Una vez probado como buen ajustador de cuentas de los extorsionados, se vuelve depositario de demandas de ajustes de cuentas externas a la banda, posicionándose como sicario. Sin demandantes de muerte no habría sicariato; es decir, sin gente dispuesta a pagar por el aniquilamiento de personas, éstas no morirían a sangre fría. La maldad del sicario es la misma que anida en los demandantes de muerte; personas enceguecidas por una sed de venganza derivada de líos personales, delincuenciales o de corruptela política.
Los países donde el sicariato avanzó demasiado sin respuesta consistente desde el Estado, han devenido en sociedades regidas por el miedo, la incertidumbre y la anomia. En ellas la ley está pintada en la pared, sobre todo si las instituciones responsables de combatir ese flagelo -Policía Nacional y Poder Judicial- no reconocen la gravedad del fenómeno o están corrompidas y podridas estructuralmente. En ellas el sicariato termina aniquilando la inversión y las expectativas de bienestar y desarrollo.
Al sicariato hay que combatirlo desde temprano y de raíz. Para ello se debe empezar por reconocer la gravedad del fenómeno y desarrollar una estrategia que lo ataque por el lado de la oferta y la demanda. Por el lado de la oferta, hay que parar en seco la producción de ajustadores de cuentas nóveles que luego devendrán en sicarios profesionales, para lo cual hay que frenar el pandillaje rescatando a las familias de la pobreza moral. La pobreza moral es la carencia de valores sólidos y paz espiritual producto de una pobre autoestima, cimentada en la niñez por el desafecto de padres alcohólicos o drogadictos, o padres autoritarios o que abandonan a sus hijos. Combatir la pobreza material sin hacer lo mismo con la pobreza moral es suicida, porque a mayor riqueza material las oportunidades delincuenciales se multiplican. Y la pobreza moral resulta siendo el caldo de cultivo para formas de delincuencia cada vez más graves. Una clase dirigencial sin valores contribuye a ahondar el problema: sin ejemplos de vida paradigmática que imitar dentro de la familia, los niños y jóvenes tampoco hallan sustitutos en la sociedad.
Por el lado de la demanda, al sicariato hay que combatirlo empezando por parar en seco la producción de políticos oportunistas con vínculos mafiosos. Para ello se requiere convertir el actual proceso de fragmentación política en un verdadero proceso de descentralización portador de gobernabilidad. Para ello se requiere contar con solo de 5 a 8 gobiernos macroregionales, de 50 a 80 gobiernos provinciales y de 500 a 800 gobiernos distritales, con la presencia de partidos nacionales sólidos en todas y cada una de esas circunscripciones, proyectándose a la juventud como escuelas de civismo y democracia. Complementariamente, hay que reformar de raíz la Policía Nacional y el Poder Judicial, reinstaurando la autoridad, el sentido de justicia y el imperio disuasivo de la ley. Sólo con autoridad, justicia y labor de inteligencia efectiva podremos evitar que el cáncer del sicariato haga metástasis en toda la sociedad peruana.