Ha sorprendido la desbordante acogida que ha tenido la visita al Perú del Papa Francisco; lugar en el que durante las últimas tres décadas el catolicismo ha retrocedido, sea por la creciente brecha entre el catecismo y la realidad de los fieles, o la enorme distancia entre el boato vaticano y las condiciones de pobreza material y moral en las que supervive su feligresía. Para colmo, el sinnúmero de escándalos de abusos sexuales de sacerdotes a menores de edad ha remecido las conciencias de muchos católicos que, muy molestos, han pasado a las filas de los no practicantes o de otras religiones.
¿Qué puede explicar entonces esta sorprendente algarabía papal? Sin duda el talante reformista del Papa Francisco, y su singular carisma para romper esquemas y ejercer un liderazgo persuasivo a favor de un viraje. Su primer acto simbólico rotundo fue renunciar a vivir en el Vaticano, que luego acompañó con un discurso directo en temas altamente sensibles para la jerarquía conservadora de la iglesia.
En su paso por Perú, ha vuelto sobre varios de estos temas, encomiando el derecho de los jóvenes a rebelarse e indignarse, criticando abiertamente a los sacerdotes y obispos apegados al conformismo, y anunciando la llegada de Jesús para comprometerse nuevamente como un renovado antídoto contra la ‘globalización de la indiferencia’ y el mercantilismo amoral que corroe la economía mundial.
Sin embargo, algo más debe estar explicando la magnitud inusitada de esa algarabía motivada por la visita del Papa Francisco al Perú. Y ese algo puede ser la búsqueda desesperada del pueblo peruano de alguien en quien creer, en medio de una profunda crisis moral que comprende la pérdida de credibilidad en los líderes políticos, comprometidos en actos de corrupción.
Creer en el Papa Francisco, sería así un acto de subsistencia de quienes se aferran a sus valores cristianos como último rescoldo de esperanza de justicia y resurgimiento de una nueva clase política, practicante de una nueva ética política sustentada en el sentido del deber y la buena voluntad para actuar, en lugar del interés egoísta o utilitario colectivo.
Una nueva ética de resistencia al chantaje de quienes siempre prefieren ‘voltear la página’ y hacer ‘borrón y cuenta nueva’. De quienes siempre están a favor del cambio para que nada cambie, en la procesión de la impunidad e injusticia.
Esta nueva ética política tendrá que fundarse en el deber que se impone a sí misma la voluntad, como acto autónomo responsable de quien está en la convicción de estar actuando de la manera en que todo ciudadano debería hacerlo estando en su lugar, en condiciones ideales de imparcialidad, racionalidad y conocimiento de los hechos relevantes.
Debe también fundarse en una verdad moral que emerge desde una práctica discursiva social orientada a la búsqueda de consensos. Todo lo contrario, a la ética malsana exhibida recientemente en las decisiones sobre la no vacancia presidencial y el indulto al ex mandatario Fujimori, tomadas tras bambalinas, dentro del marco de un diálogo cerrado (monológico), distorsionado por los conflictos de intereses entre los participantes.