En los últimos 20 años el Perú se ha dormido en sus laureles macroeconómicos. Hace pocos años nuestra economía todavía gozaba de la reputación de ser una de las economías más dinámicas del mundo. Hoy, a duras penas, mantenemos nuestro grado de inversión en las calificaciones de riesgo país, aunque el olor a quemado o a moho preocupa cada vez más, tanto a las calificadoras de riesgo internacional, como al FMI y otros organismos internacionales.
La bonanza económica del pasado no fue aprovechada para dar un salto en competitividad y resolver los principales problemas estructurales del país: la elevada informalidad y la exclusión social. Tuvimos cuerda para crecer gracias a las reformas de primera generación aplicadas a principios de los 90’s, pero esa cuerda se fue desgastando a falta de reformas de segunda generación, orientadas a reforzar la legitimidad del Estado a través del cumplimiento de sus principales roles: brindar seguridad, justicia, democracia económica, educación y salud.
Justamente los seculares problemas de informalidad y exclusión social que arrastramos tienen que ver con la permanencia de estructuras que desfavorecen la vigencia de condiciones de democracia económica. Entre ellas cabe destacar la alta concentración bancaria y el bajo nivel de inclusión financiera, que se reflejan en un acotado nivel de intermediación financiera (40% del PBI) y de profundidad del ahorro (39% del PBI).
El Perú es el país de mayor concentración bancaria del mundo, detrás de Sudáfrica.[1] La alta concentración bancaria no permite que exista suficiente competencia, para poder inducir la reducción de las tasas de interés y los spreads. También debilita la confianza en el sistema financiero, que ahuyenta al pequeño y micro empresario de la formalidad.
Aquí en el Perú, el crédito bancario no está sujeto al pago del IGV, mientras que el crédito a cargo de entidades ‘ajenas al sistema financiero’ está sujeto al pago del IGV a rajatabla. Dos tratamientos tributarios para un mismo tipo de operación.
También sólo en el Perú se da la paradoja de que, por imperio del Banco Central de Reserva, para las entidades ‘ajenas al sistema financiero’ rige un tope máximo de tasas compensatorias y moratorias, mientras que para las entidades ‘no ajenas’ rige la libertad absoluta, que no es lo mismo que la libre competencia, puesto que se trata de un mercado en el que no se cumple la condición de libertad de entrada.
De hecho, la Superintendencia de Banca y Seguros (SBS) viene cumpliendo en la práctica un rol de tapón que inhibe la concurrencia de nuevos competidores. Cuenta con la más absoluta discrecionalidad para rechazar solicitudes de creación de nuevas entidades financieras supervisadas. Es la única entidad del Estado que puede interpretar la ley a su antojo y que se da el lujo de emitir sus resoluciones sin regirse por plazos límites.
El problema se agrava por el hecho de que su presupuesto depende de los aportes pecuniarios de las entidades del sistema, fijados en función a su tamaño, lo que la convierte en una superintendencia altamente dependiente de los bancos más grandes. Estas también son condiciones que aumentan el riesgo de captura del supervisor, si dichos bancos tienen influencia en la selección de sus funcionarios o en la expectativa de éstos de proseguir su carrera al terminar su mandato. Un riesgo indeseable que se deriva de esta dependencia es el uso de la amplia discrecionalidad de la que goza la SBS, a favor de las entidades grandes y en contra de las pequeñas.
La exclusión de nuevos competidores de perfil innovador o de empresas de tecnología financiera (Fintech) genera un notable costo para ellos y para la sociedad en su conjunto, en la medida de que se trata de jugadores que podrían contribuir muchísimo a acelerar el proceso de inclusión financiera. Muchas veces éstos no llegan a obtener la autorización de organización o la licencia de funcionamiento por exigencias arbitrarias, no contempladas en la propia normativa de la SBS.
Por ello no extrañe que el Perú sea un país en el que apenas el 38% de su población en edad de trabajar cuenta con algún tipo de servicio financiero, ubicándose entre los países con menor nivel de bancarización a escala mundial. Tampoco extrañe que el 72% del empleo sea informal.
Aumentar la democratización económica es pues un gran reto, para lo cual una nueva reforma del sistema financiero acorde con los tiempos se torna crucial. Necesitamos un sistema financiero abierto y competitivo. Como en México, necesitamos incluir a las Fintech dentro de ese sistema, para difundir el financiamiento colectivo (crowdfunding) y los mecanismos de pago electrónico (e-money). Necesitamos una SBS menos discrecional y menos dependiente de la banca grande, fortalecida en sus funciones de control del lavado de activos, que no se desvíe de su rol primordial de protección de los ahorros del público, y que promueva la competencia, la innovación y la inclusión financiera.
[1] María José Contreras de Velasco (2017), «Fintech en México: El Retor de una Regulación Pro-Competencia». Directora General Adjunta de Promoción de la Competencia de la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE).