El gobierno lanzó su “2ª Reforma Agraria”, en acto público realizado este 3 de octubre en el Cusco. Se trata de una fecha simbólica reivindicativa del golpe de estado del 3 de octubre de 1968, dado por el general Juan Velasco Alvarado contra el primer gobierno de Fernando Belaúnde Terry. El simbolismo de la fecha va más allá; pues esta “2ª reforma agraria” se anuncia como continuación de la primera, impulsada por Velasco, que consistió básicamente en la entrega de la propiedad de la tierra a los trabajadores de latifundios y haciendas, organizados de manera asociativa, previa expropiación a sus dueños.
Sin embargo, el presidente Castillo fue enfático en afirmar que esta nueva etapa se hará sin expropiaciones ni confiscaciones, y estará centrada en impulsar el desarrollo sostenible de la agricultura familiar y las cooperativas agrarias.
La reforma agraria de Velasco tuvo básicamente tres objetivos: (1) la eliminación del latifundio, el minifundio y toda forma “antisocial” de tenencia de la tierra; (2) la organización del agro a través del establecimiento de empresas asociativas de base campesina; y (3) el desarrollo agroindustrial del campo, apostando a la generación de valor agregado a partir de los productos agrícolas primarios. La finalidad era elevar los ingresos de los trabajadores del campo de manera sostenible, a fin de eliminar la pobreza y alcanzar una más justa distribución del ingreso y la riqueza.
Tal era la agenda de desarrollo y de tránsito a la modernidad que se seguía en toda América Latina, bajo el impulso de la Alianza por el Progreso promovida por el gobierno de John F. Kennedy. Por esos años, el desarrollo y la modernidad eran inconcebibles sin la extinción del latifundio, portador de subexplotación de la tierra, atraso tecnológico y mantención de relaciones semi feudales entre hacendados y trabajadores.[1]
Hay que considerar que el Perú era por entonces uno de los países con mayor concentración agrícola. Ya desde los años 1900 hasta 1918 más de 1114 haciendas (49% de la superficie agrícola) fueron adquiridas por la familia de José A. Larco, Rowe and Co y la familia Gildemeister de origen judío polaco.
Es así que la reforma agraria fue un tema de agenda persistente gobierno tras gobierno, aunque siempre fue pospuesto por falta de voluntad política. Es así que en su primer gobierno Belaúnde promulgó la Ley de Reforma Agraria, la que sin embargo no incluyó a las grandes propiedades de la costa norte y en la práctica no llegó a ser aplicada, aun cuando el Perú había adoptado el compromiso internacional de hacerlo, como país signatario de la Carta de Punta del Este. En 1958 había fracasado otro intento, encabezado por Pedro Beltrán.
La reforma agraria velasquista, llevada a cabo entre 1969 y 1979, es considerada entre las más radicales de América Latina, en cuanto la estructura de tenencia de la tierra cambió por completo, llegando a quedar cerca del 70% en manos de la pequeña producción (menos de 10 hectáreas), situación que se mantiene en la actualidad. Los resultados del proceso son considerados positivos en términos de democratización del sistema productivo agrario, no así en términos de modernidad y desarrollo productivo.[2] Si bien logró eliminar la principal fuente de los conflictos sociales del campo, incubada desde la conquista española como amenaza latente de una explosión social, el agro peruano se hundió en un mar de ineficiencias, pérdida de productividad y corrupción dirigencial dentro de las nuevas organizaciones empresariales asociativas.
El objetivo de generar valor agregado industrializando los insumos agrícolas no se cumplió ni de lejos, debido a que el proceso se centró en el objetivo redistributivo, sin articularlo a estrategias de desarrollo productivo sustentado en la transferencia de tecnología, capacidades de gestión, marketing y logística de transporte y almacenaje. No hubo una visión de articulación con el acervo gastronómico y el potencial turístico.
Se llegó a expropiar más de 9 millones de hectáreas y se adjudicó 8,2 millones entre más de 360 mil familias beneficiarias.[3] Para Fernando Eguren, las familias beneficiarias fueron cerca de 400 mil, las cuales pasaron a formar parte de 563 CAPS (Cooperativas agrarias de producción social) en la costa, 54 SAIS (Sociedades agrícolas de interés social) en la sierra, 756 grupos campesinos y 1390 comunidades campesinas.[4]
Desde entonces la configuración de la propiedad de la tierra ha ido cambiando, con tendencia a reconcentrarse en la costa, aunque sin asomo a los niveles de concentración previos a la reforma de Velasco. Con el atenuante de que la corporación agrícola moderna altamente productiva ha reemplazado al latifundio improductivo y semi feudal.
De un lado, el fracaso económico y financiero de muchas de las cooperativas en la costa dio lugar al traspaso de sus tierras a grupos agroindustriales modernos, que han invertido fuerte y han logrado dar un salto notable en la productividad agrícola. Mientras que otros grupos han reconvertido tierras eriazas desérticas en emporios de altísima productividad, aprovechando los beneficios de la Ley de Promoción Agraria vigente desde el 2000.[5]
Hoy por hoy, hablar de “2ª Reforma Agraria” significa corregir los errores de la “1ª Reforma Agraria”. Es necesario armonizar la propiedad agraria comunitaria, cooperativa y privada, bajo el concepto de pluralismo económico. De hecho, en la sierra buena parte de la propiedad de la tierra es de carácter familiar, por lo cual poner fin a su exclusión del sistema económico y de la modernidad significará dar un salto enorme en el desarrollo capitalista del agro peruano.
Para ello es fundamental el concurso de las corporaciones agroexportadoras costeñas, que deberían convertirse en agentes de transferencia tecnológica e innovación biogenética. Es primordial sustituir cultivos tradicionales por cultivos altamente rentables, hay que optimizar el uso del agua, desarrollar clusters agroforestales e impulsar la asociatividad entre pequeños agricultores familiares.
Hay que facilitar el acceso al crédito sin populismo, para lo cual es primordial desarrollar mecanismos de gobernanza del riesgo climático y de desastres, así como de monitoreo de la información de oferta y demanda de productos. La reducción del costo del crédito tiene que estar vinculado a mecanismos efectivos de reducción del riesgo, que permitan la aplicación de un seguro agrícola viable, con esfuerzos económicos concurrentes de los agricultores, el estado y las aseguradoras. La competitividad debe ser el principio movilizador de todas las formas de propiedad articuladas en redes o cadenas de valor.
Sería un grave error excluir a los agroexportadores de esta “2ª Reforma Agraria”, porque es imprescindible acortar camino aprovechando su know how y experiencia de internacionalización. Hay que integrar también a los proveedores de tecnología agrícola de punta, equipos e insumos, a los expertos agrícolas peruanos (considerados entre los mejores de América Latina), a los distribuidores y clientes, entidades de investigación, agentes financieros innovadores, consultores, etc.
El mayor peligro de esta “2ª Reforma Agraria” es que devenga en un despliegue de medidas populistas insostenibles, ante la generación de expectativas falsas de grandes beneficios a muy corto plazo. El mejor seguro de éxito es un planeamiento fino, que permita priorizar bien las medidas en función a su costo beneficio. Hay que evitar también las fallas de organización, coordinación y ejecución. Se trata de un reto descomunal que el gobierno debería afrontarlo convocando a todos los actores involucrados, bajo un liderazgo tecno-político del más alto nivel.
[1] “Al más alto nivel político, la Carta [de Punta del Este] ha adoptado el principio -con el cual están de acuerdo todos los signatarios del Tratado- de que las reformas sociales, particularmente las reformas agrarias son un prerrequisito para el desarrollo económico. Además, subordina la asistencia a la aplicación de dichas reformas por parte de las naciones latinoamericanas, sobre la base de una base planeada o racional.” Ernest Feder, “La Alianza para el Progreso y la reforma agraria latinoamericana: ‘ayuda y autoayuda’ en la política agrícola internacional.” El Trimestre Económico, vol. 32, no. 127(3), Fondo de Cultura Económica, 1965, pp. 501–23,
[2] Sergio Gómez E. “La Tierra y las reformas agrarias en América Latina: una mirada al pasado y perspectivas”, en La actualidad de la reforma agraria en américa latina y El Caribe. Bernardo Mançano Fernandes, Luis Felipe Rincón y Regina Kretschmer (compiladores). Flacso, 1989.
[3] José Matos Mar, «Reforma agraria: Logros y contradicciones 1969 – 1979». IEP, 1980.
[4] Fernando Eguren, «La reforma agraria y el nuevo orden en el campo peruano”. En La Reforma Agraria Peruana, 20 años después. Centro de investigación y capacitación y ITAL Perú, 1990.
[5] “Ley prorrogada en 2019 por el gobierno de Vizcarra a través de un decreto de urgencia, extendiendo beneficios tributarios y laborales a las empresas agroexportadoras, hasta finales de 2031. Ciertamente los beneficios tributarios y laborales de dicha ley han tenido un impacto muy positivo en la generación de divisas, al haberse expandido las agroexportaciones anuales de US$ 650 millones en el año 2000 a más de US$ 7,000 millones en 2019. Eso es bueno, pero con sus tremendos bemoles de falta de inclusión y desarrollo compartido, como lo refleja la rabia de estos supuestamente dichosos trabajadores gozosos por su situación de ‘pleno empleo’, contenida por décadas.” Jorge Chávez Alvarez, “Cómo salvar al agro peruano”. En Alerta Económica 07/12/2020.