La historia de la administración de la pesquería en el Perú, nos muestra cómo es que se le puede mantener invisible y relegada, gracias en gran medida, a la falta de visión, experiencia y compromiso de las autoridades que son designadas para ocupar cargos sobre los cuales no poseen la más mínima idea, careciendo de la voluntad necesaria para hacer algo que perdure en el tiempo para beneficio de las mayorías.
Existen funcionarios y personas que caminan en manada, rotan de líderes a subordinados y viceversa, de acuerdo a las circunstancias. Están siempre acechando los cambios de autoridades para ver donde se ubican los amigos, a fin de recolocarse ellos también y seguir parasitando al erario público sin ofrecer, en contraparte, un servicio de calidad. Carentes de decencia intelectual y moral, poseen, de alguna manera, una experiencia en la administración pública, han aprendido de gestión pública y se han especializado. Sin embargo, eso no los convierte en conocedores de los temas del cargo y/o sector en el cual operan. Disimulan su desconocimiento de los temas sectoriales, camuflan sus verdaderos intereses; no evidencian ni preocupación por el sector ni vocación por resolver sus problemas.
Esa experiencia no les concede necesaria, ni automáticamente, la estatura moral, honestidad y decencia intelectual que requiere todo funcionario público digno.
Aceptar una tarea mayor de la que su capacidad le permite, es convertirse en un simio, actuando bajo órdenes que no necesariamente son decentes, correctas y debidas.
El funcionario público debe tener como norma fundamental e imprescindible, la moralidad. Un funcionario sin propósito, sin idea o conocimiento del sector en el cual es designado, es amoral, es una máquina que va descendiendo por una cuesta, a merced de cualquier obstáculo contra el cual estrellarse. Un funcionario que actúa sin moralidad, o subordinándola a sus propios intereses o a los deseos u órdenes de sus superiores por el temor a perder el cargo, o el poder que le confiere, es una monstruosidad.
El funcionario debe ser íntegro y honrado, asumiendo que la integridad es el reconocimiento de que no se puede traicionar la conciencia y asumiendo que la honradez es el reconocimiento de que lo incorrecto es irreal y no puede tener valor; de que ni la fama, ni el dinero son valores cuando se les obtiene mediante el fraude; de que toda tentativa para adquirir dinero o poder por medios ilícitos, inmorales o indebidos es inaceptable.
Una persona cuya fuente de valores descansa en sus propios intereses y que carece de sentido de lo moral, renuncia a ser un funcionario digno, por más títulos que tenga.
Quien actúa y/o acepta que su jefe le ordene accionar violando normas, ética, decencia y moralidad, es una ruina que se arrastra hacia un montón de chatarra. El funcionario debe poder decir sí cuando piensa que sí. Pero cuando hay muchos que dicen sí mientras piensan que no; o dicen sí por la carrera, comodidad, o por la ganancia, mientras su conciencia dice que no, o calla, se convierte en un ser despreciable a quien ningún administrado respeta. Un funcionario público sin respeto, es lo peor que puede tener un gobierno.
En el tiempo más o menos corto que dura el cargo, siempre pretenden alargarlo adoptando una conducta complaciente. Porque grande es el temor de que no se le renueve el contrato o se le retire la confianza. Por ello no hay que dar la contra, no hay que discutir, no hay que opinar, sino flotar y durar el máximo tiempo posible.
El problema de fondo, es el sistema, el cual pregona bondades y libertades que son, precisamente, las que incuban a una clase de personas que devienen en inadecuadas e incapaces para dirigir el propio sistema, el cual genera una clase política que convierte a la política y al sistema de gobierno en una forma de vida insana, amoral, indecente. Favorece la aparición de personas que empiezan una guerra de intrigas, manipulación y contubernios por obtener cargos, para asegurarse a sí misma ventajas económicas y sociales que resuelvan sus propios problemas.
En esto poco o nada tienen que ver las poblaciones y grandes mayorías para quienes supuestamente gobiernan y por quienes hicieron la lucha por obtener dicho poder. Les mintieron abiertamente ofreciendo lo que sabían no iban a cumplir. Nada vale salvo el poder y la ganancia personal.
La ciudadanía se está convirtiendo en receptora de las voces que proclaman la destrucción del sistema y viene reclamando un cambio que es imposible que se pueda dar desde dentro. No puede soportar indefinidamente a los políticos y a los burócratas. Llega un momento a partir del cual la ciudadanía los rechaza, porque abusan demasiado del poder. Nos han conducido a un nivel de indecencia intelectual y moral nunca antes visto en la historia republicana.
Probablemente esto viene ocurriendo desde la fundación de la República; pero la diferencia está en que antes de la era de la internet y las redes sociales, no conocíamos las interioridades del Estado y éramos ciudadanos menos informados que ahora. Ahora la gente común ya conoce lo que pasa y se está cansando de tener que pagar impuestos para mantener funcionarios que realizan una labor mediocre que en poco o nada favorecen a los administrados, en especial a los pescadores industriales, artesanales y a los trabajadores de las plantas pesqueras.
El país depende del Estado para crecer y desarrollarse en un ambiente de orden y progreso. La administración pública constituye la columna vertebral del Poder Ejecutivo, por lo que no puede estar en manos de funcionarios inmorales, amorales, deshonestos y/o sin compromiso con el país, que se consideren omnipotentes y que estén al servicio de intereses o ambiciones personales o de parte. El país no se puede gobernar con una administración basada en funcionarios de esta naturaleza.
La administración pública requiere de un funcionario moralmente intachable, que piense, que tenga idea de lo que hay que hacer y no que ejecute órdenes a ciegas de un jefe que le debe el cargo, a su vez, a otro jefe que ha llegado a ese puesto gracias a las manipulaciones que le permite el ejercicio del poder.
Lo trágico es que tal como están y como son las cosas, es muy poco probable que el propio sistema se modifique para regenerarse y construir un Estado realmente al servicio de la Nación.