Perú no podrá salir del atolladero económico de manera sostenible mientras su agenda económica sea la de toda la vida: subir la remuneración mínima, destrabar inversiones, aumentar la recaudación, dar vuelta a las páginas Lava Jato y Club Constructor, etc. Así como hubo un Shock Económico Estabilizador en 1990 que dio el primer empujón de crecimiento, ahora se requiere de un Shock Cultural e Institucional para dar un salto al desarrollo.
Y es que las instituciones, los valores y las creencias compartidos por la sociedad inciden en el desarrollo económico y le ponen un techo. Ya a principios del siglo pasado, Max Weber mostró cómo la revolución luterana desencadenó una ética sustentada en el ahorro y el trabajo, sin la cual hubiese sido imposible el auge del desarrollo capitalista europeo y norteamericano. Luego Antonio Gramsci, desde una perspectiva post marxista, mostró cómo a mayor concentración de poder económico mayor capacidad de quienes detentan ese poder de determinar los valores y creencias de la sociedad.
Más adelante, surgen las escuelas institucionalista y neo-institucionalista que reconocen explícitamente que el mercado en abstracto no es el principal mecanismo de asignación de recursos, sino las instituciones y -dentro de ellas- las estructuras de poder que dan especificidad a los mercados[1].
En algunos países, como el Perú, esas estructuras no permiten la germinación de un sistema de gobierno neutral que promueva el desarrollo de una verdadera economía de libre mercado, sustentada en la igualdad de oportunidades, por lo que ella queda sujeta a la acción depredadora de élites mercantilistas que gestionan el Estado para beneficio propio, a través del tráfico de influencias y diversas modalidades de corrupción.
Pero ciertamente, la gran corrupción que ocurre a nivel de las élites sería menos factible de reproducirse en el tiempo si a nivel de las masas no existiera corrupción. En otras palabras, la gran corrupción sería frenada por las grandes mayorías, dotadas de valores fundamentales como la verdad y el respeto, convertidos en práctica cotidiana y cimiento de una sociedad cívica sustentada en la confianza.
La gran corrupción requiere de un andamiaje institucional orientado al engaño, en el cual confluyen diversos actores, públicos y privados. El engaño es una forma de explotación del engañado. Se miente para utilizar a los demás, para inducir determinados comportamientos que el mentiroso considera que le benefician. Ciertas sociedades de abogados, auditores, notarios y consultores suelen jugar un rol funcional dentro de ese andamiaje institucional orientado al engaño. Los medios de comunicación masiva juegan también un rol crucial para dar carácter de verdad al engaño. La mentira es así un instrumento de dominación más efectivo que la coacción física.
En este contexto, desde la perspectiva de las expectativas racionales, no confiar en los demás deviene en un comportamiento de ‘equilibrio’, puesto que si uno sabe que los demás roban impunemente uno también lo hará. La expectativa de ausencia de castigo y de justicia verdadera se convierte en un factor que atrofia el desarrollo económico y social.
Sólo así puede explicarse que el norte de Italia, teniendo la misma base legal y política que el sur de Italia, haya logrado desarrollar una base institucional que le ha permitido proyectarse como una de las regiones más ricas del mundo, mientras que el sur italiano se ha mantenido persistentemente en el subdesarrollo. De hecho, el nivel de confianza de las personas en los demás es mucho mayor en el norte que en el sur de Italia; situación que persiste generaciones tras generaciones.
El economista italiano Luigi Zingales propone una revolución liberal contra la economía corrupta que prima en Italia. Afirma que quienes habían creído que la libertad y la igualdad se alcanza gracias al libre mercado, fueron decepcionados por un tipo de capitalismo que devino en mercantilismo, reproductor de injusticia y pobreza, por la falta de un sistema adecuado de defensa de la competencia y el amiguismo generalizado.[2]
El Perú es un caso parecido al de Italia y aquí también se requiere una revolución liberal; una revolución de carácter cultural, política e institucional, que restablezca un capitalismo sustentado en valores y la defensa del libre mercado. Un capitalismo sin amiguismo, libre de tráfico de influencias, conflictos de intereses subterráneos, monopolios espoliadores y corrupción. Sólo así podremos aspirar a ser una sociedad más justa, más humana, inclusiva y eficiente.
[1] Véase Douglass North (1990), Institutions, Institutional Change and Economic Performance, Cambridge University Press, Mass. También S. Steinmo (2001) The New Institutionalism, en B. Clark y J. Foweraker (eds.) The Encyclopedia of Democratic Thought, Londres, Routlege.
[2] Véase Luigi Zingales (2012), A Capitalism for the People; ed. Rizzoli. También véase Raghuram G. Rajan, Luigi Zingales, Saving Capitalism from the Capitalists, Nueva York, Random House.