El adelanto de elecciones propuesto por el presidente Vizcarra ha sido acogido con algarabía por tres cuartas partes de la población, básicamente porque detesta al actual Congreso. Y vaya que éste ha hecho enorme mérito para ganarse tamaño repudio: resistencia a la reforma política y judicial; blindaje a fiscales y congresistas corruptos; vínculos con el “club de la construcción”, la “mafia de los cuellos blancos del puerto”, la “mafia de los cuellos blancos de la tala ilegal”, el narcotráfico, el contrabando y la minería ilegal; lobbiesmo a favor de universidades bamba, etc.
Sin embargo, pensándolo fríamente, esta algarabía no tiene mucha razón de ser, más allá de constituir un comprensible acto reflejo ante un asqueo político que ha alcanzado decibles siderales.
Adelantar las elecciones significa, no que el actual Congreso se cierre ahorita, que era el siguiente paso esperado tras el pedido de confianza que hizo el presidente Vizcarra al Congreso a fines de mayo, en la medida de que éste no respetara la esencia de las reformas que planteó en dicho pedido. Significa, por tanto, postergar su cierre por un año más, y que el Ejecutivo acorte su mandato en la misma medida.
A diferencia de un escenario de cierre inmediato del Congreso, bien sustentado constitucionalmente, que hubiera producido una reducción de la incertidumbre política y una mejora del ambiente económico, la opción del adelanto de elecciones daría lugar a un año entero de circo agudizado en el Congreso, de inmovilización burocrática y de calentura política en torno a la realización de un Referéndum costosísimo, sumada a la fiebre prematura suscitada por las elecciones generales adelantadas.
A la elevada incertidumbre que de por sí genera ese cuadro, se añadiría aquella incertidumbre que derivaría de la ausencia de partidos organizados bajo los cánones de la propia reforma política planteada por el Ejecutivo. Un escenario muy proclive al aventurerismo político de una gama de caudillos oportunistas con sed narcisista de poder, que promete copar el Ejecutivo y el Congreso de fieras, trapecistas, payasos y bellacos de la misma o peor laya que los actuales supuestos representantes del pueblo.
Todo ello en un contexto de acelerada polarización motivada por conflictos sociales mineros pésimamente afrontados por el gobierno, a la par de un Estado cada vez más populista y paternalista, que ha seguido perdiendo legitimidad en materia de salud, seguridad social, seguridad ciudadana, empleo e inclusión social, mientras que la economía de libre mercado ha devenido en un mercantilismo dominado por grupos de poder y mafias vinculadas al narcotráfico, el contrabando, la tala y la minería ilegales que han penetrado y hasta capturado gran parte de las instituciones del Estado.
Sabido es que la falta de legitimidad social es el caldo de cultivo para la violencia y para que en su desesperación la población se deje seducir por cualquier caudillo oportunista radical. En esas circunstancias, lamentablemente los discursos radicales de derecha y de izquierda son los que priman. Así fue en la Alemania que catapultó a Hitler y en la Rusia zarista que dio pie a una ola de violencia anarquista que luego fue capitalizada por los bolcheviques. Así como los mediocres gobiernos de Velasco, Belaunde y García fueron el caldo de cultivo para el violentismo sangriento de Sendero Luminoso.
En este escenario, adelantar las elecciones significaría ahondar el malestar económico y social, puesto que la inversión privada, que es la que mueve la economía, se paralizaría. En economía hay una ley que ha demostrado ser mucho más potente que la propia ley de la oferta y la demanda, y es aquella que afirma que no hay nada más cobarde que un dólar.
Sin inversión, conseguir trabajo será mucho más difícil. Las empresas grandes y medianas retardarían los pagos a sus proveedores, lo que podría desencadenar la crisis de muchas pequeñas empresas. El segundo semestre de 2019 y todo el 2020 sería tiempo perdido con grandes pérdidas de competitividad.
Tal escenario quizás sea el más probable, puesto que veo difícil que el Congreso prefiera negar el adelanto de elecciones, sabiendo que ello forzaría a Vizcarra, no necesariamente a renunciar, sino a plantear otra cuestión de confianza, que de ser nuevamente burlada daría pábulo al cierre del Congreso.
Si hubiera un mínimo de sensatez por ambas partes en litigio, una mejor opción sería que el Ejecutivo y el Congreso se pongan de acuerdo mediante el diálogo para completar las reformas políticas pendientes, y así evitar el enorme costo que acarrearía un adelanto de elecciones.
Después de todo, la política es el arte de lo posible y de evitar remedios que sean peores que la enfermedad. Sin duda alguna que el sentimiento popular es muy importante, pero el estadista nunca puede perder de vista que su principal responsabilidad es que la nave en la que todos estamos subidos llegue a buen puerto.
Sin embargo, es posible que a estas alturas Vizcarra también prefiera reducir su mandato, atento al complejo escenario de ilegitimidad social que viene incubándose, consciente de que las habas de la inhabilidad política se cuecen no sólo en el Congreso sino también en casa.