Desde la crisis de Emron para adelante, el temor al riesgo de grandes pérdidas ha impulsado a las empresas a preocuparse cada vez más por aproximarse a las prácticas de buen gobierno corporativo. No son pocas las que vienen adoptando un número considerable de reglas, códigos de ética, políticas, lineamientos y técnicas de medición racional de los riesgos inherentes a la gestión corporativa. Un buen gobierno corporativo crea valor para la empresa y sus accionistas, reduciendo el riesgo para los inversionistas y acreedores.
Pero, cómo evaluar la calidad del gobierno corporativo si no existen suficientes estándares de comparación (“benchmarks”) de buenas prácticas de gobierno corporativo alrededor del mundo. Para establecer esos estándares se viene aplicando de manera cada vez más generalizada sistemas de medición tipo “scoring”, que asignan diferentes valores en una escala de 1 (el más bajo) a 10 (el mejor) a cuatro componentes claves: (i) la estructura de propiedad; (ii) la política financiera y de retribución al financista y al accionista, incluyendo los derechos de éstos en el contrato social; (iii) la transparencia financiera y estándares de información al público; y (iv) la composición y reglas de funcionamiento del directorio.
Sin embargo, si bien estas mediciones hilvanan bien con el temor al riesgo de grandes pérdidas, adolecen de desconexión con los fundamentos últimos de un verdadero buen gobierno corporativo: la ética y la moral. La ética y la moral son disciplinas normativas que definen el bien y el mal (en este caso en materia empresarial), a fin de poder encaminarnos hacia el primero. Sin embargo, no son lo mismo. La ética alude al patrón de comportamiento de cada quien dentro de la empresa derivado de su propia conciencia subjetiva, mientras que la moral alude al patrón de conducta de cada quien derivado del efecto regulador de las costumbres que rigen la convivencia social. La ética se vale de la razón y depende de la filosofía, mientras que la moral se apoya en las costumbres y las normas que la sociedad acepta como válidos; vale decir, el derecho consuetudinario.
En la ética la autoridad la pone el Yo para crear una normatividad sustentada en valores establecidos racionalmente, mientras que en la moral la autoridad la pone la sociedad para sentar una normatividad sustentada en principios que son por naturaleza dogmáticos. De allí que mientras en la esfera de la ética la actitud es tolerante y los juicios de valor son relativistas, en la esfera de la moral la actitud es intransigente y los juicios de valor son inmutables. Puede que los “benchmarks” respondan a una ética ad hoc inventada para la ocasión, pero sin anclaje en una moral sostenida.
A la luz de esta reflexión, es preferible que los sistemas de medición que se vienen aplicando se circunscriban a calificar los factores fundamentales del buen gobierno corporativo, para evitar que la amplitud de factores promediados esconda un sesgo tendiente a favorecer a las organizaciones que se dedican a hacer mímica para ganar altos puntajes aprovechando las ventanas superfluas del algoritmo del sistema de scoring aplicado.
En consonancia, los organizadores de concursos anuales de premiación a las empresas que destacan en la aplicación de las reglas de buen gobierno corporativo, debieran abstenerse de entregar premios en sectores en los que apenas participan una o dos empresas.