Los riesgos económicos mundiales siguen trepando: a la amenaza china (que traté en artículo de hace dos semanas) se agrega la amenaza de una crisis profunda en Italia, donde una coalición populista de derecha pudo llegar al poder en junio, gracias a que en la campaña electoral ofreció desaparecer el desempleo y la pobreza con la varita mágica de un pago estatal mensual a todo desempleado o pobre.
Así, desafiando abiertamente a la Unión Europea, el flamante gobierno italiano aprobó el 27 de septiembre último un marco presupuestal para 2019 que implica un déficit fiscal del 2,4% del PBI; el triple del que había comprometido el gobierno saliente con Bruselas, para poder moderar la abultada deuda pública, que ya rebasa el 132% del PBI.
Lo más grave es que la nueva administración planea mantener ese nivel de déficit hasta 2021, para poder cumplir con sus promesas populistas. Son más de 100.000 millones de euros de déficit en tres años, que engrosarán la deuda pública, generando un deterioro del riesgo país y la elevación del costo del crédito. A la luz del tradicional incumplimiento de Italia en sus cuentas públicas, se prevé que ese déficit pueda abultarse aún más.
El hueco fiscal se usará para otorgar un subsidio mensual de 780 euros a cada uno de los 6,5 millones de desempleados, así como para condonar deudas tributarias, reducir impuestos y rebajar la edad de jubilación.
Ningún compromiso con la mejora de los servicios públicos y la infraestructura, ni con las urgentes reformas del estado y bancaria; que son claves para restablecer la confianza en una economía italiana venida a menos.
Los mercados ya están castigando los papeles italianos y este mes Moody’s puede rebajar uno o dos escalones la calificación de la deuda italiana, que llegaría al borde de los bonos basura; suceso trágico para un país que cada año necesita que le compren alrededor de 400 mil millones de euros en títulos estatales.
El populismo italiano irremediablemente conducirá al país de las pastas a una crisis parecida a la de Grecia, que contagiará sus efectos a la economía mundial; especialmente a las economías emergentes, como la peruana.
Ante las crecientes amenazas externas, insisto nuevamente en que el gobierno de Vizcarra debería adoptar un plan de contingencia robusto, que permita fortalecer la resiliencia de la economía.
No basta con la reforma judicial y la reforma política (todavía minadas desde el congreso). Sin una profunda reforma del Estado y una reforma que permita reducir drásticamente la informalidad, llegaremos fritos al 2021. Y en pleno bicentenario no habrá nada que celebrar.