A desarrollar mercados y transformar el estado

El ser humano tiene una propensión natural al intercambio, que deriva de sus facultades discursivas y del lenguaje. Una sociedad que no brinda a sus ciudadanos la oportunidad de ofrecer y transar a un precio justo lo que mejor sabe producir, engendra frustración, pobreza y desigualdad.

Las sociedades son más igualitarias en la medida que logran desarrollar más mercados competitivos y son éstos los que las cohesionan a través de las ventajas mutuas que sus miembros van obteniendo del intercambio entre ellos y de su colaboración para producir y comercializar bienes y servicios.

Las sociedades también son más seguras en la medida que logran desarrollar más mercados competitivos, porque la posibilidad del intercambio libre es el mejor sustituto a la posibilidad del robo o al saqueo, así como a la posibilidad del monopolio y el oligopolio que imponen precios mayores a los que habría en un régimen de verdadera competencia.

Históricamente, los sistemas económicos más recalcitrantes contra el desarrollo de mercados competitivos han sido el sistema comunista, el sistema socio-populista y el sistema mercantilista de los siglos XVI y XVII o neo-mercantilista (disfrazado de liberalismo) de hoy en día, que es el que prevalece en Perú como en Chile y otros países de América.

Ahí donde predominen los monopolios y oligopolios y un Estado neo mercantilista (defensor de esos poderes en perjuicio de las mayorías), los ingresos de la mayoría de ciudadanos tienden a reducirse, para concentrarse en pocas manos. Definitivamente, los desmanes a la chilena son menos probables en sociedades donde predomina una intensa competencia y un Estado que cumpla un verdadero rol de árbitro autónomo de intereses individuales o grupales.

Contrariamente a lo que muchos creen, los mercados no surgen de manera espontánea, ni su desarrollo suele ser favorecido por el ‘neo-liberalismo’ criollo latinoamericano, que ha probado ser destructor de mercados y un freno para el surgimiento de nuevos mercados. Por el contrario, para el desarrollo de mercados competitivos se requiere de un Estado que establezca reglas e incentivos.

Un sistema económico competitivo debe parecerse lo más posible a un modelo utópico en el que confluyen infinitos productores y consumidores racionales que compiten entre si tratando de maximizar su beneficio individual, disponiendo de información perfecta accesible a todos por igual, en un concierto de mercados presentes, futuros y contingentes conocidos, donde los bienes que se transan son homogéneos y tienen un único precio resultante de la interacción competitiva de ofertantes y demandantes.

En tal sistema económico utópico el equilibrio derivaría de la contraposición de infinitas fuerzas ofertantes y demandantes, gracias a una ‘mano invisible’ que opera como si fuera un ficticio subastador de precios y compensador centralizado de cuentas, deudas y acreencias entre individuos, logrando infinitos acuerdos simultáneos de precios y cantidades producidas. En tal sistema no caben aceleraciones o cambios de ritmo en el movimiento de fuerzas de oferta y demanda. Se trata de un sistema no entrópico, en el que no existe el caos, por lo mismo que el equilibrio alcanzado es absoluto y omnisciente.

Sin embargo, la economía real es mutante, entrópica y dialéctica a la vez. La demanda varía todo el tiempo y los ofertantes tratan de ajustarse permanentemente a esos cambios, unos con acierto y otros fracasando en su intento, lo que altera continuamente el equilibrio del mercado. Ofertantes y demandantes interactúan con fuerzas heterogéneas de mercado, variados niveles de acceso a información y de influencia política.

En un mundo así el equilibrio es efímero, un sueño que se desvanece ante el vaivén movible de las influencias directas, indirectas y tangenciales de los actores del sistema. El sistema económico tiende a un caos en el que las fuerzas de la demanda influyen poderosamente en las fuerzas de la oferta, pero donde algunas de éstas tienen gran capacidad para influir en las mentes de los demandantes, o tienen poder monopólico para fijar precios y cantidades ofertadas, directamente o a través de acuerdos concertados.

El único antídoto al caos originado por la inequidad en la distribución de los beneficios del crecimiento derivada de la imposición de los intereses monopolistas frente a los intereses de los demás, es la transformación del actual Estado burocrático capturado por grupos de poder, en un nuevo Estado regulador, árbitro autónomo, desburocratizado, transparente y eficientista. Una transformación del Estado facilitada por las tecnologías digitales y la emergencia de una nueva clase política conformada por tecno-políticos decentes.