El abrumador veredicto que arrojó el referéndum a favor de la propuesta reformista del presidente Vizcarra, le da a su gobierno una inyección de confianza y legitimidad social que puede ser aprovechada para emprender reformas que vayan más allá del plano político y judicial.
Esta lectura no escapa al entendimiento del presidente Vizcarra, quien aprovechó la tribuna del CADE para lanzar como iniciativa la elaboración de un Plan Nacional de Competitividad consensuado con los empresarios y la academia.
Buen olfato de Vizcarra y muy buena intención de las partes involucradas. Sin embargo, no hay que olvidar que consensos de este tipo ya se han trabajado desde el año 2006, cuando se formuló un Plan Nacional de Competitividad ampliamente consensuado, al que le siguió una Agenda de Competitividad, primero para 2012-2013, para luego actualizarse año a año desde el Ministerio de Economía y Finanzas.
Sin embargo, los resultados han sido muy limitados, a pesar de haberse perseguido objetivos de amplio espectro. Tan es así que, en la última medición del Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial, hemos retrocedido tres posiciones, ubicándonos en el puesto 63 dentro de un total de 140 países, con calificaciones muy bajas en cuanto a institucionalidad, adopción de tecnologías de la información y la comunicación, dinamismo empresarial y capacidad de innovación.
¿Dónde radica el problema? Evidentemente ya no radica en la falta de consenso en torno a cuál debería ser la agenda de competitividad. De hecho, a lo largo de más de una década se ha dedicado ingentes recursos a la facilitación de la obtención de las licencias de funcionamiento, la transparencia y eficiencia de los juzgados comerciales, la conectividad digital, la interconección digital del Estado con ciudadanos y empresas, el desarrollo de un sistema nacional de calidad, el desarrollo de clusters, el desarrollo de proveedores, el establecimiento de una plataforma de asistencia técnica y extensión tecnológica, el fortalecimiento del sistema de ciencia, tecnología e innovación (CTI), el desarrollo de la Ventanilla Única de Comercio Exterior para optimizar el ingreso y salida de mercancías, la ampliación de la infraestructura y la mejora de la gestión pública, por mencionar algunos de los más importantes temas de agenda.
¿Y qué es lo que ha pasado con todos estos esfuerzos? Los resultados han tenido un carácter coyuntural, efímero o reversible. ¿Debido a qué? A que la política de competitividad no ha sido una política de Estado, habiendo estado supeditada al ímpetu individual de alguna institución o funcionario, que como bien sabemos son aves de paso dentro de un Estado donde no existe carrera pública, y donde se coordina poco o nada entre entidades.
Ahora bien, es tanto lo que le falta al Perú para ser competitivo, que no se puede hacer todo a la vez. Hay que priorizar en función al costo beneficio de cada proyecto a ser considerado en el Plan Nacional de Competitividad.
Hay que ser conscientes de que detrás de cada tema de la agenda de competitividad hay muchos intereses. Por ejemplo, las grandes compañías constructoras han estado detrás del cálculo de la brecha de infraestructura, calculándola en 160 mil millones de dólares, sin haber determinado previamente cuál es la infraestructura prioritaria para el Perú, a la luz de un plan nacional de desarrollo formulado desde una perspectiva territorial. ¿Cuánto de esa estratosférica brecha incluye la sobrevaloración de carreteras, hicroeléctricas, etc., por parte de empresas como Odebrecht, OAS y demás empresas del Club de las Constructoras?
Del mismo modo, ¿cómo combatir nuestra falta de capacidad en CTI si cada universidad elabora su propio plan de CTI sin un criterio homogéneo de búsqueda de equilibrio entre cantidad y calidad de la producción científica, así como de nivel de alineamiento del producto científico con las vocaciones productivas y sociales de sus poblaciones objetivo?
En las universidades peruanas es típica la predominancia de la producción docente frente a la investigación, lo que se refleja en el pago de incentivos económicos a docentes sin perfil de investigadores. Romper con este modelo de producción seudo-científica implica mucho más que flexibilizar el acceso a recursos financieros provenientes del canon o de cualquier otra fuente. Implica que los proyectos y programas de investigación se inserten en un programa científico global que sea fruto de un esfuerzo colectivo de construcción de conocimiento y una práctica científica institucionalizada.
Ello implica contar con un sistema participativo y transparente de evaluación y monitoreo de la actividad de investigación científica, que permita hacer seguimiento permanente al estado de los insumos, los procesos, los resultados y los impactos, y controlar los desvíos de los objetivos y metas trazados. Este sistema de evaluación y monitoreo debe partir de la elaboración de una línea de base a cargo de CONCYTEC, que integre los datos de todos los instrumentos que maneja el Estado en CTI aplicando recursos del presupuesto público.
Ahora bien, no basta con ser científicamente competente. Es preciso desarrollar la habilidad para traducir sus logros científicos en innovaciones empresariales. Hay que registrar mucho más patentes, sobre todo en campos de alta tecnología, para lo cual es preciso generar competencia en los sectores de investigación y desarrollo, y una labor articulada entre universidades, centros de investigación y la empresa privada.
Por tanto, el reto de la competitividad va más allá de tratar de volver a descubrir la pólvora respecto a los temas de agenda, pues ésta ya está ante nuestros ojos desde hace mucho. Lo que sí hace falta es analizar el costo beneficio de cada proyecto para poder priorizar bien. También hace falta ejecutar bien, lo que supone convocar a talentos de gran capacidad tecno-política en la función pública, que compartan valores de integridad y trabajo en equipo.