Desde épocas inmemorables la humanidad se ha dividido entre quienes han perseguido una utopía libertaria y quienes han pretendido una utopía igualitaria. Sin embargo, en nombre de “la libertad” se han instaurado regímenes mercantilistas autoritarios y sistemas económicos depredadores del ambiente, mientras que en nombre de “la igualdad” han primado regímenes que han empobrecido a las grandes mayorías y enriquecido a una casta burocrática.
Ni por un lado ni por el otro ha germinado más libertad ni más igualdad, sino todo lo contrario. El error radica en haber tomado la libertad y la igualdad como si fueran valores concebibles uno separado del otro, convirtiéndolos en banderas absolutas contrapuestas.
De un lado, el liberalismo a ultranza o neoliberalismo, que proclama la supremacía de la libertad y que considera la desigualdad como una resultante moralmente aceptable, inevitable y justificable, favorece la captura del Estado por parte de grandes grupos de poder y tiende a excluir a las grandes mayorías del ejercicio de las libertades más elementales: libertad de tener salud y educación de calidad, de tener un empleo digno, etc.
En sociedades no igualitarias, donde tanto el capital físico como el capital humano están concentrados en pocas manos, los sistemas políticos sustentados en un concepto de la libertad como paradigma absoluto, conducen inexorablemente a la profundización de la inequidad. En dichas sociedades el monopolio del poder económico y político extiende la libertad de unos pocos a costa de la libertad de las mayorías, que se ven privadas del ejercicio de las libertades más elementales. El poder es así la capacidad de actuar sin limitaciones de parte de los demás; es la libertad manifiesta por sí misma, en detrimento de las libertades de los demás.
Mientras del otro lado, los regímenes marxistas-leninistas que proclaman la supremacía de la igualdad, no sólo aceptan como legítima la supresión de las libertades individuales y la restricción de los derechos humanos, sino que han demostrado ser profundamente plutocráticos, clasistas, sectarios, corruptos e infraternos con quienes ejercen la libertad de pensamiento; la primera de todas las libertades imaginables.
La revolución rusa encarnó la posibilidad de hacer realidad la utopía igualitaria a través de un sistema comunista sustentado en la dictadura de un partido de inspiración marxista-leninista que monopolizaba el poder político. Este sistema fue replicado luego en los países de Europa del Este, China, Camboya, Corea del Norte, Vietnam, Laos, Cuba y Venezuela. Sin embargo, todos ellos colapsaron por su fracaso en generar mayor bienestar e igualdad. Dieron entonces nacimiento a democracias liberales (Europa del Este) o se transformaron en regímenes burocráticos autoritarios, practicantes de un capitalismo de estado de carácter mercantilista y populista (China, Cuba, Corea del Norte, Venezuela, etc.).
En una verdadera democracia liberal toda persona debe tener amplia libertad para actuar de cualquier manera que no perjudique a los demás, y siempre que su acción sea consistente con la oportunidad equivalente de los demás para hacer lo mismo. La libertad, por tanto, intrínsecamente contiene una noción de igualdad. Y viceversa, la igualdad contiene una noción de libertad, en cuanto constituye una aspiración teniendo como punto de partida a personas que no son uniformes ni tienen porqué serlo, teniendo distintas motivaciones, preferencias, habilidades, etc., que el sistema político no sólo debe respetar sino promover brindando un marco de oportunidades para el desarrollo y realización de la persona humana como ser social.
La igualdad de oportunidades es lo que da sustento a la acción individual libre, siendo el nexo entre libertad e igualdad. Sin embargo, no existe ningún mecanismo automático que permita alcanzar esa igualdad de oportunidades. El mercado es definitivamente un mecanismo poderoso para impulsar el crecimiento y la productividad, pero su poder difusor del bienestar en todos los confines de la sociedad está subordinado a la pre existencia de un sustento institucional que garantice una amplia oferta de igualdad de oportunidades, que sólo puede surgir como producto del consenso.
Para los liberales a ultranza la libertad concebida como proyección de la acción individual hacia los demás es antitética a la intervención del Estado. No pueden entender que la consecución del más amplio abanico de libertades para las grandes mayorías sea imposible sin dicha intervención. Tampoco pueden entender que sólo a través de un consenso y un poder público depositario de él se puede lograr un ejercicio igualitario de las libertades económicas, sociales y políticas.
Tenemos que retomar la idea primigenia del capitalismo tal como lo imaginó Adam Smith (considerado “El padre de la economía”). Un capitalismo no salvaje, sustentado en la moral y la ética es lo que se desprende de una lectura integradora de sus libros “La riqueza de las naciones” (1776) y “Teoría de los sentimientos morales” (1759). Un capitalismo sustentado en una doble esencia de la persona humana, como individuo instintivamente egoísta impulsado por el interés individual y, a la vez, como ser social proyectado hacia la comunidad con empatía moral, como si en cada uno de sus actos buscara la aprobación benevolente de un “espectador imparcial” que le dice si lo que está haciendo es correcto o no.
Esta concepción es congruente con la visión de la economía capitalista que tiene Hegel, asentada en una conciencia de solidaridad o de empatía moral que precede a todo contrato. Para ambos si bien el interés propio es el motor de la economía, la empatía moral es el lubrificante que permite que fluya la confianza, sin la cual la prosperidad se trunca.
Tanto para Smith, como para Hegel y Amartya Sen[1], la base de una economía capitalista próspera y armónica no sería el egoísmo a secas sino el “egoísmo sano”. El capitalismo salvaje que prima hoy en día en el mundo está reñido con esta visión. Un capitalismo que exacerba las desigualdades sociales y el daño ambiental, con el 1% más rico de la población mundial acaparando el 50% de la riqueza global y generando un consumismo suntuario que inunda de plástico los océanos y lagos, depreda los bosques y genera un calentamiento global de efectos catastróficos, mientras 811 millones de personas padecen hambre en medio de la pandemia.
Capitalismo sí, pero tiene que ser inclusivo, centrado en la satisfacción de las necesidades básicas de todos y restableciendo el equilibrio en el planeta, con un piso de igualdad de oportunidades y un techo ecológico. Con una economía circular sustentada en las energías renovables, el reciclaje, los empleos verdes, la restauración de bosques, la reutilización de equipos y la sustitución de insumos.
Las escuelas institucionalista y neo institucionalista reconocen explícitamente que en el capitalismo actual el mercado en abstracto no es el principal mecanismo de asignación de recursos, sino las instituciones y -dentro de ellas- las estructuras de poder que dan especificidad a los mercados[2].
En algunos países, como el Perú, esas estructuras no permiten la germinación de un sistema de gobierno neutral que promueva el desarrollo de una verdadera economía de libre mercado, sustentada en la igualdad de oportunidades, por lo que ella queda sujeta a la acción depredadora de élites mercantilistas que capturan el Estado para generar provecho rentista de sus recursos y reglas de juego, a través del tráfico de influencias y diversas modalidades de corrupción.
Pero ciertamente la gran corrupción que ocurre a nivel de las élites sería menos factible de reproducirse en el tiempo si a nivel de las masas no existiera corrupción. En otras palabras, la gran corrupción sería frenada por las grandes mayorías, dotadas de valores fundamentales como la verdad y el respeto, convertidos en práctica cotidiana y cimiento de una sociedad cívica sustentada en la confianza.
La gran corrupción requiere de un andamiaje institucional orientado al engaño, en el cual confluyen diversos actores, públicos y privados. El engaño es una forma de explotación del engañado. Se miente para inducir determinados comportamientos que el mentiroso considera que le benefician. Ciertas sociedades de abogados, auditores, notarios y consultores suelen jugar un rol funcional dentro de ese andamiaje institucional orientado al engaño. Los medios de comunicación masiva juegan también un rol crucial al dar carácter de verdad al engaño. La mentira es un instrumento de dominación más efectivo que la coacción física.
En este contexto, desde la perspectiva de las expectativas racionales, no confiar en los demás deviene en un comportamiento de ‘equilibrio’, puesto que si uno sabe que los demás roban impunemente uno también lo hará. La expectativa de ausencia de castigo y de justicia verdadera se convierte en un factor que atrofia el desarrollo económico y social.
Sólo así puede explicarse que el norte de Italia, teniendo la misma base legal y política que el sur de Italia, haya logrado desarrollar una base institucional que le ha permitido proyectarse como una de las regiones más ricas del mundo, mientras que el sur italiano se ha mantenido persistentemente en el subdesarrollo. De hecho, el nivel de confianza de las personas en los demás es mucho mayor en el norte que en el sur de Italia; situación que persiste generaciones tras generaciones.
El economista italiano Luigi Zingales propone una revolución liberal contra la economía corrupta que prima en Italia. Afirma que quienes habían creído que la libertad y la igualdad se alcanza gracias al libre mercado, fueron decepcionados por un tipo de capitalismo que devino en mercantilismo, reproductor de injusticia y pobreza, por la falta de un sistema adecuado de defensa de la competencia y el amiguismo generalizado.[3]
El Perú es un caso parecido al de Italia y aquí también se requiere una revolución liberal; una revolución de carácter cultural, política e institucional, que restablezca un capitalismo sustentado en valores y la defensa del libre mercado. Un capitalismo sin amiguismo, libre de tráfico de influencias, conflictos de intereses subterráneos, monopolios espoliadores y corrupción. Sólo así podremos aspirar a ser una sociedad más justa, más humana, inclusiva y eficiente.
[1] Véase Amartya Sen (1981), Elección colectiva y bienestar social. Alianza editorial, España. También véase Amartya Sen (2021) Ética y economía, Alianza editorial, España.
[2] Véase Douglass North (1990), Institutions, Institutional Change and Economic Performance, Cambridge University Press, Mass. También S. Steinmo (2001) The New Institutionalism, en B. Clark y J. Foweraker (eds.) The Encyclopedia of Democratic Thought, Londres, Routlege.
[3] Véase Luigi Zingales (2012), A Capitalism for the People; ed. Rizzoli. También véase Raghuram G. Rajan, Luigi Zingales, Saving Capitalism from the Capitalists, Nueva York, Random House.