El Congreso ya está disuelto y sin que haya atisbos de dictadura ni militarización de las calles o intervención de la prensa, como sí lo hubo tras el autogolpe del 5 de abril de 1992. A diferencia de entonces, la democracia sigue vigente en Perú y hay elecciones parlamentarias convocadas para enero de 2020, cumpliendo a pie juntillas con la Constitución.
A diferencia de la disolución del Congreso del pasado 30 de setiembre, dispuesta por Vizcarra en cumplimiento de lo previsto en el artículo 134° de la Constitución vigente, el 5 de abril de 1992 Fujimori cerró el Congreso contraviniendo abiertamente la Constitución de 1979 y colocando el decreto ley de cierre del Congreso por encima de la carta magna.
Su gobierno de facto intervino el Poder Judicial, el Tribunal de Garantías Constitucionales, el Ministerio Público, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Banco Central de Reserva y la Contraloría General de la República.
A través de decretos leyes cesó a las cabezas de dichos organismos que se manifestaron abiertamente en contra del autogolpe de Estado y, con soporte de las tropas del ejército y bajo amenaza de cárcel, los sacó a empellones de sus cargos, reemplazándolos por personajes obscuros seleccionados a dedo con intervención del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) manejado por Vladimiro Montesinos. También tomaron a la fuerza los principales medios de comunicación, para controlar sus contenidos y evitar que se conocieran los hechos de violencia perpetrados contra los opositores.
En contraste con ese episodio golpista, la disolución del Congreso dispuesta por el presidente Vizcarra es cuestionada por una supuesta inconstitucionalidad de ‘la forma’ en la aplicación del mecanismo de cuestión de confianza, al no haber llegado a ser rechazada formalmente mediando una votación, como si la falta de tal requisito formal fuese un hecho aislado.
Lo cierto es que no lo es. Antes bien, la disolución del Congreso dispuesta por Vizcarra sobreviene como un acto de última instancia, dentro del marco de una génesis de actos ilegales e inconstitucionales cometidos por la oposición congresal, que configuran un pretendido golpe de Estado.
En efecto, previamente a la decisión de disolución del Congreso, éste en los hechos había desnaturalizado el fondo de la cuestión de confianza, al haber aplicado el procedimiento de elección de magistrados del Tribunal Constitucional que estaba siendo cuestionado por el Ejecutivo, propiciando una inminente captura de dicho organismo jurisdiccional por allegados a una oposición ávida de perpetuar el andamiaje de impunidad que venía mellando la institucionalidad del país y ha enervado a las grandes mayorías en los últimos años.
No sólo la negativa de facto de la cuestión de confianza, sino la dinámica de actos ilegales e inconstitucionales previos a dicha negativa, justifican que sea el principio de primacía de la realidad el que prime al juzgar este caso, como ya viene siendo considerado por el Tribunal Constitucional (TC).
El propio Pedro Olaechea, ex presidente del disuelto Congreso, en entrevista brindada a Blu Radio de Colombia, expresó que la disolución del Congreso no tenía validez legal, porque al realizarla, Vizcarra ya había sido suspendido por el Legislativo. “Primero fue la suspensión del presidente por un año”, dijo.
A confesión de parte relevo de pruebas. Primero vino el intento de golpe y luego el contragolpe. Primero se tramó la suspensión del presidente Vizcarra en sus funciones. Una suspensión nula por violar abiertamente la Constitución, implicando un virtual golpe de Estado, dado que al presidente de la república no se le puede suspender de sus funciones sin mediar un juicio político y una acusación previa por parte de la Comisión Permanente del Congreso (Art. 99° de la Constitución).
Fue tan grosera la pretensión de asalto al Poder Ejecutivo, que la ‘nueva presidenta de la república’ Mercedes Aráoz, renunció al día siguiente de haber sido ungida por el disuelto Congreso, mientras que el propio Pedro Olaechea no asumió en su reemplazo la primera magistratura, según lo ordena la Constitución, lo que implica un reconocimiento tácito de la configuración de un delito de usurpación de funciones.
Desde una perspectiva económica, hubiese sido preferible que el Perú no hubiese llegado a este límite de confrontación y crisis política que conlleva un costo inmenso en términos de producción y empleos. De hecho, hubiese sido preferible la conformación de un gabinete de consenso conformado por independientes de gran prestigio, que gozaran de la confianza de la población.
Sin embargo, la dinámica de confrontación nos ha llevado donde estamos; cerca al límite. Hay una corresponsabilidad en ello, pero indudablemente que el afán de impunidad y de protección a un gran número de congresistas corruptos por parte del fujimorismo y sus aliados está en la base de esta vorágine.
¿La situación de crisis puede llegar a ser más profunda? Definitivamente sí. Bastaría con insistir en que el presidente Vizcarra renuncie a la primera magistratura y de que se convoque de inmediato a elecciones generales, para colocar al país en una situación de incertidumbre y caos.
Esperemos que esos cantos de sirena cesen lo antes posible, para que el país pueda conducirse ordenadamente y que el presidente Vizcarra pueda hacer un buen gobierno de aquí al 28 de julio de 2021. No será fácil, pues su gabinete no cuenta con luminarias tecno-políticas sino mayormente con funcionarios cumplidores.
Vizcarra tiene ahora una oportunidad de oro para emprender reformas fundamentales. La oposición ya no será la culpable de su inacción. Nos toca a todos exigirle que haga más de lo que había venido haciendo hasta ahora y lo haga bien. Nos toca exigirle que también luche contra las mafias y grupos de poder infiltrados en buena parte del aparato público. Exigirle en buena cuenta: buen gobierno.