Protesta Social y Democracia Directa

La protesta y la desobediencia civil como fenómeno intempestivo facilitado por la elevada penetración de las redes sociales, es ya, y será cada vez más un mecanismo recurrente de forja del cambio; de las reformas profundas que necesitan sociedades que adolecen de grandes malestares sociales.

Es más, se puede avizorar que la revolución tecnológica muy pronto dará pie a sistemas de votación encriptados tan avanzados que permitirán un ejercicio de democracia directa cada vez más frecuente y hasta cotidiano, lo que obligará a modificar las constituciones introduciendo los principios originarios de la democracia directa practicada en las ciudades-estado griegas de la época clásica.

Los protestantes o desobedientes no son, como pudiera pretenderlo la ultra derecha y la ultra izquierda criolla latinoamericana, proletarios o campesinos imbuidos de una ideología comunista. Se trata más bien de personas pertenecientes a diversos estratos sociales, cada cual con su particular percepción acerca de lo bien o mal que el Estado desempeña sus roles. Por lo que no necesitan ponerse de acuerdo en todo sino tan solo en la necesidad de protestar.

Así sucedió en los países árabes en 2010-2012, dando lugar a la denominada ‘Primavera Árabe’, que tuvo como principal causa el autoritarismo, la corrupción y la arbitrariedad burocrática[1]. En América Latina las causas están más vinculadas a la conversión de los Estados democráticos en máquinas despóticas neo mercantilistas, al servicio de grupos de poder corruptos o monopolistas con afán hegemónico.

Ciertamente, este tipo de Estado-máquina disfrazado de democracia formal ha existido desde hace mucho. Sin embargo, hoy en día el internet y la revolución tecnológica han transparentado y globalizado mucha información que antes permanecía oculta, creando nuevas instituciones globales de carácter informal pero con capacidad de jaquear el sistema, haciendo que las poblaciones estén mucho mejor informadas, y permitiendo que el Estado despótico (aún disfrazado de democrático), se muestre tal cual, como una máquina estructurada, capturada y teledirigida por grupos de poder y mafias rentistas, a los que les es cada vez más difícil ejercer el control de una sociedad cada vez más compleja.

Qué duda cabe, uno de los principales caldos de cultivo del malestar social en América Latina es la desigualdad distributiva del ingreso, que se desencadena como producto de esa máquina-Estado neo mercantilista.

Medida esa desigualdad a través del coeficiente de Gini (cuyo rango va de cero a uno, implicando que cuando un país tiene un coeficiente más cercano a cero, menor es la desigualdad), se sabe que América Latina es la región más desigual del mundo con un Gini de 0.46, aun cuando ha disminuido respecto al 0.54 en el año 2000. El problema es que el nivel de desigualdad se ha reducido a ritmo muy lento e incluso ha recrudecido en los últimos años[2], mientras que las expectativas de mejora económica y social han venido subiendo de manera acelerada, por el impacto de la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación.

Hay quienes afirman que en Perú nunca pasará lo sucedido en Chile. Se dice que “el peruano no se moviliza, no tiene los componentes ni la estructura de comportamiento político que podría llevarlo a una gran movilización como en otros países de la región.”[3] Y se afirma que ello se debería, en gran parte, al alto nivel de informalidad laboral, que afecta el 73% de la fuerza laboral.

El peruano sería así una especie de ‘homus informal racional’, que no necesitaría nada del Estado, por lo que le resbalaría tremendamente salir a protestar contra un Estado al que no necesita para nada, más aún si encima tiene que buscarse su ‘cachuelo’ para poder sobrevivir. Según esta visión, la protesta sería un acto inútil, por cuanto implica incurrir en un costo (dejar de percibir un ‘cachuelo’) frente a un beneficio inexistente, por cuanto cualquier cosa que haga el Estado no lo beneficia.

Sin embargo, este argumento pasa por alto que en el Perú típicamente es el informal el que siente con mayor crudeza el malestar por la falta de servicios básicos (cortes de luz intempestivos, falta de servicios agua potable, falta de transporte público, acceso a financiamiento, a servicios de educación, salud y seguridad ciudadana de calidad, etc.). Es él el que más se encabrita ante la corrupción, porque su nivel de sacrificio para poder sobrevivir es varias veces mayor al del asalariado que goza de todos los beneficios sociales de ley.

Además, el trabajador informal tiene mayor flexibilidad para disponer de su tiempo dedicándolo a participar en una protesta. En contraste, el trabajador formal tiene que cumplir con horarios estrictos.

El argumento de la docilidad del peruano sustentada en su condición informal tampoco se condice con la evidencia de los últimos años. Es de dominio público que fueron las recurrentes olas de protestas populares el verdadero móvil de la renuncia de PPK a la presidencia de la república y las que terminaron induciendo a Vizcarra a disponer el cierre del Congreso. Vizcarra se montó en la protesta, no al revés.

En ese sentido, las movilizaciones de protesta del Perú fueron precursoras de las movilizaciones ocurridas en Chile, si bien éstas llegaron a ser más masivas. Aunque, en un hipotético escenario en que hubiera primado la impunidad para PPK y los congresistas de un Congreso masivamente repudiado por la población, a mí no me cabe la menor duda de que aquí, en Perú, la protesta hubiese llegado a decibeles parecidos o incluso mayores a los de Chile.

Y es este desfogue lo que explica el que hoy la población esté a regañadientes jugando el juego de una elección improvisada de nuevos congresistas, sin candidatos de fuste (salvo algunas excepciones) y sin partidos renovados verdaderamente democráticos. Sin embargo, ante cualquier resbalón de Vizcarra y sus ministros, el regañadientes podría ser el teflón de una nueva ola de protestas. Ojalá no sea así. Pero para ello sería mejor vacunarnos.

 

 

 


[1] Las protestas árabes de 2010-2012, conocidas como Primavera Árabe,​ fueron desencadenadas por las manifestaciones del 17 de diciembre de 2010 en la ciudad tunecina de Sidi Bouzid, ante el despojo de las mercancías y las cuentas de un vendedor ambulante (Mohamed Bouazizi) por parte de la policía, quien se inmoló quemándose vivo en forma de protesta, lo que generó un alzamiento popular contra las malas condiciones sociales y la falta de democracia del régimen autoritario de Zine el Abidine Ben Ali, quien tuvo que dimitir. Este caso se contagió rápidamente en el resto del mundo árabe, primero en Egipto contra Hosni Mubarak (quien llevaba 30 años en el poder), luego en Libia contra Muamar Gadafi (42 años en el poder), en Siria contra Bashar Al Assad (15 años entonces); en Yemen contra Ali Abdullah Saleh (21 años entonces); en Argelia contra Abdelaziz Buteflika (12 años entonces); y en Jordania contra el primer ministro Samir Rifai.

[2] Notoriamente ha sido así en Argentina, Brasil, Chile y Paraguay. Nora Lustic, ‘Desigualdad y descontento social en América Latina’, El País, 5/1/2020.

[3] Entrevista de Joaquín Rey al politógo Carlos Melendez, diario Perú 21, 5/1/2020.