Economía, sexo y monogamia

¿Es plausible en pleno Siglo XXI concebir la monogamia como una posibilidad real del amor en cuanto entrega de ida y vuelta hacia el otro? Si fuera así, estaríamos ante una fuente poderosa de mejorar el mundo. ¿Pero es esto factible?

Desde una perspectiva puramente biológica, se puede afirmar que el ser humano es por naturaleza polígamo; está bio-programado para responder a estímulos sexuales de múltiples personas.

De hecho, hasta hoy las comunidades nativas más originarias son poligámicas, en tanto hombres y mujeres mantienen relaciones sexuales indistintamente entre ellos. Los varones están premunidos con penes y testículos más grandes que los otros primates, mientras las mujeres tienen una capacidad multiorgásmica que parece sugerir que estamos hechos para la poligamia.

Sin embargo, desde una perspectiva de la psicología de la cognición social, entre el homo sapiens original o las comunidades arcaicas y el ser humano civilizado del Siglo XXI, hay una diferencia notoria que podría denominarse epigenética: estamos ante un sujeto que, en primer término, es un gran procesador de información, que es consciente, en cuanto siente, piensa, quiere y obra con conocimiento de lo que hace, y que es capaz de construir un discurso a partir de una arquitectura funcional (equivalente a un hardware) que expresa una forma de organización del sistema cognitivo, y de una amalgama de operaciones lógicas y recursos cognitivos (software).

Pero, además, se trata de un sujeto que se desenvuelve en un contexto social y cultural, provisto de experiencia pasada, expectativas y sentimientos que son fuentes de significado, y que dan pie al fenómeno creativo, vinculado a procesos no lógicos que discurren en el ámbito del pensamiento divergente y la emoción.

Desde una perspectiva puramente cognitiva, las relaciones amorosas y sexuales entre dos personas operan a partir de expectativas de recompensa que ambas se plantean y que validan con base en la experiencia. Sólo si el beneficio es mutuo puede esperarse que la interacción se mantenga.

En esta perspectiva, las relaciones amorosas son vistas como un proceso de intercambio impulsado por un deseo innato de satisfacción personal entre personas con capacidad de conocer y expresar sus preferencias.

Se asume que cada amante conozca de antemano la utilidad (diferencia entre recompensas y costos) que genera su conducta ante su contraparte y ante otras posibles contrapartes, de manera que esté en capacidad de optar entre varias alternativas en función a sus intereses.

Los amantes son concebidos como una especie de ‘calculadoras amorosas’ con capacidad experta de disponer de un menú de posibilidades sobre la calidad humana y la conducta humana, de sí mismo y del otro, y de cuantificar los costos y beneficios de cada decisión.

Es evidente que este supuesto de omnisapiencia es poco realista. En los hechos, las personas inician una convivencia sin conocimiento cabal de los costos y beneficios de las múltiples interacciones posibles. Su conocimiento de sí mismos es escaso y sus preferencias son borrosas o incluso inciertas si lo que se sabe del otro es ínfimo o se produce dentro de un proceso manipulatorio derivado de conductas histéricas o psicopáticas, cada vez más comunes.

En la práctica, las decisiones de convivencia obedecen más a situaciones vinculadas a mecanismos de poder no sólo al interior de la pareja, sino entre ésta y sus respectivas familias y su posición en la sociedad. Por ejemplo, se puede decidir una convivencia, a partir de un embarazo imprevisto, o de presión de la familia de la mujer para lograr una mejora económica.

Siguiendo a Foucault, el poder es resultante del juego de relaciones de fuerza dinámicas y no igualitarias presentes en un dominio dado; del equilibrio o desequilibrio alcanzado en la relación de pareja. El poder no se posee, se ejerce dentro del marco de una relación, produciendo y reproduciendo lo real, produciendo discursos, cosas y reglas que rigen la relación, induciendo placer y formando saber, a través de un proceso de transformación de las personas

A diferencia de los pueblos árabes -donde ha primado la poligamia como arreglo formal de responsabilización económica del hombre ante sus mujeres y sus hijos-  occidente es el reino de una monogamia espuria, matizada por variadas modalidades de adulterio.

Esta monogamia es una manifestación de autoritarismo, una forma de auto-reprimir el deseo sexual femenino, inducida por el hombre para evitar que ese deseo se proyecte hacia otros.

En los países donde rige, la poligamia no anula las relaciones de fidelidad y lealtad emocional. Más bien tiende a limitar el daño emocional que los celos y las infidelidades causan; aunque se sabe que las segundas o terceras esposas manifiestan mayor disconformidad por discriminación interna.

Sin embargo, más allá de las consideraciones biológicas y de la psicología social, existen consideraciones religiosas o espirituales (de carácter no autoritario) que favorecen la concepción romántica de las relaciones amorosas y sexuales monogámicas, en consonancia con el mito platónico del alma gemela, particularmente en países del oriente, con alto nivel de desarrollo espiritual. En esos países el celibato entre hombres y mujeres hasta el matrimonio es una institución universal que contribuye a una concentración energética espiritual o tántrica, cuya dinámica adquiere relevancia gravitante; desplazando a un segundo plano la dinámica del poder.

A través del misticismo erótico, en comunión con una sola persona durante toda una vida, se logra la unión con todos los demás seres del cosmos. En el otro extremo, teniendo sexo tántrico con todas las personas del mundo se podría estar teniendo sexo con una sola persona. Lo que prima es el redescubrimiento del espíritu orgiástico milenario por el que se conoce lo múltiple a través de la unidad o viceversa.

En occidente este modelo romántico no pasa de ser un ideal a alcanzar, aunque hay muchos casos de parejas monógamas muy felices que destacan como excepción a la regla. Quizás sea iluso pensar que en el futuro ese ideal pueda convertirse en regla absoluta, aunque se trata de una opción interesante de vida no sólo dentro de la tradición judeocristiana, sino también atendiendo a concepciones que asignan al matrimonio un carácter divinizador, capaz de purificar y sublimar la piedra filosofal del cuerpo en espíritu.

Más allá de la monogamia y la poligamia, en el presente siglo están proliferando las denominadas relaciones poliamorosas, o relaciones abiertas sin responsabilidad de un lado o del otro (sexo casual, swingers, amistad con beneficios, etc.). Si bien este tipo de relaciones pueden ser ventajosas en casos especiales en los que las reglas son muy claras, en la mayoría de los casos tienen efectos negativos. Particularmente producen un sentimiento de envilecimiento de una de las partes o de ambas.

El concepto del amor, del sexo y del matrimonio ha venido cambiando radicalmente con el paso del tiempo y seguirá cambiando. En una sociedad en la que ya muy pocos creen en esencias, es muy difícil creer que el matrimonio exprese la esencia del amor. Lo cierto es que mientras mayor sea la fragilidad de las relaciones amorosas peor será el clima familiar y el nivel de autoestima de los hijos. Si fuera así, estaríamos ante una fuente poderosa de cambiar el mundo para peor.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *