El desastre de la Izquierda Latinoamericana

Lo ha dicho nada menos que el mundialmente reconocido intelectual estadounidense izquierdista, Noam Chomsky: la faena de los gobiernos latinoamericanos de izquierda ha sido desastrosa, ha estado plagada de corrupción y ha carecido de un modelo de desarrollo.

Una radiografía de la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, de la Argentina de Nestor y Cristina Kirschner y del Brasil de Luiz Ignacio Lula y Dilma Rousseff, sería más que elocuente de ese desastre. Algo parecido podría decirse de Ecuador, país en franco declive, envuelto en una crisis fiscal y de sobre-endeudamiento, dramatizada por la venta con pago adelantado de su oferta futura de petróleo a China. Pero centrémonos en Venezuela, cuya situación Chomsky calificó de desastrosa, advirtiendo que su dependencia del petróleo ha llegado a niveles jamás antes vistos.

En 2016 el PBI de Venezuela se contrajo 10% y apunta a caer otro 4,5% en 2017, tras el retroceso de 6% en 2015 y 4% en 2014 y un virtual estancamiento observado desde 2009. En Venezuela el PBI per cápita decrece más que el PBI global.  En 2016 éste cayó 10,8%, tras haber retrocedido 6,9% en 2015 y 5,1% en 2014. Ante la falta de materias primas, el control de precios y la ausencia de estabilidad jurídica, la empresa privada está dejando de producir o está abandonando el país, lo mismo que una magnitud creciente de la población, que viene buscando refugio en países vecinos, como Perú.

En 2016 la inversión en Venezuela apenas equivalió al 4,1% del PBI, frente a 22% en Perú ; indicativo de que la recesión en Venezuela tiene cuerda para rato. Con tan bajos niveles de inversión es imposible que pueda haber crecimiento sostenido. De hecho, Venezuela mantiene un flujo de inversión directa extranjera similar al de un país tan pequeño como Costa Rica, menor a la tercera parte del flujo percibido en promedio por Perú o Chile.

A pesar del control de precios, la inflación llegó en 2015 a 180,9%, la que el gobierno dejó de reportar en 2016, aunque se estima que rondó el 800%. Para 2017 se prevé que pueda llegar a 2.200%, dada la aceleración que añade el ajuste permanente de los salarios nominales y la indexación de diversos precios clave, así como la pérdida de poder adquisitivo de la recaudación fiscal. Ante la imposibilidad de financiar de manera orgánica sus enormes déficits fiscales y externos, el gobierno de Venezuela ha obligado a su Banco Central de Reserva a emitir dinero inorgánico de manera acelerada.

En el plano social, el 73% de los hogares son pobres según la encuesta de condiciones de vida de las Universidades Católica Andrés Bello, Central de Venezuela y Simón Bolívar. La desnutrición viene ahondándose vertiginosamente ante la escasez de alimentos, lo mismo que la morbilidad ante el virtual abandono del sistema de salud. La tasa de desempleo pasó la barrera de 18% en 2016, proyectándose a 21,4% para el 2017, según el FMI. Los recurrentes aumentos de salario mínimo, pensiones, subsidios y ayudas, nunca cubren las pérdidas de poder adquisitivo de los ingresos de la población.

Uno se pregunta, cómo puede ser posible que un país que recibió más de US$ 1.000 miles de millones entre 1999 y 2016 por concepto de exportaciones mayormente petroleras, no haya observado un aumento significativo de sus reservas internacionales. Increíblemente éstas cayeron de US$ 15 mil millones en 1999 a US$ 11,7 mil millones en 2016, debido a la sobrevaluación del bolívar respecto al dólar, que desincentivó la producción interna e incentivó las importaciones y la fuga de capitales. Para 2017 sus reservas internacionales rondarán los US$ 7.000 millones, en contraste con los más de US$ 62.000 millones que posee el Perú.

Es cierto que la caída de los precios de las materias primas ha golpeado a todas las economías emergentes, entre ellas Venezuela y Perú. Sin embargo, mientras Perú exportaba en 2016 un monto 15% menor que en 2010, Venezuela exportaba un monto 45% menor que en dicho año, debido a que su competitividad exportadora se desplomó, hasta el punto de tener que importar hidrocarburos, a pesar de ser el país suramericano más rico en ese recurso.

Si uno vive de las exportaciones y éstas se desploman, lógico hubiera sido frenar las importaciones, para evitar un déficit de balanza de pagos inmanejable, que extermine las reservas internacionales. Sin embargo, en Venezuela las importaciones del año 2016 siguieron siendo casi de la misma magnitud (96,9%) que en el año 2010. Es así que la depreciación del bolívar ya es tan abultada que Venezuela ha dejado de reportar información oficial sobre el tipo de cambio a la CEPAL desde el año 2014. Sin embargo, desde el año 2013 su valor llegó a caer a un equivalente de 60% del que tenía en 2005.

El nivel de riesgo país de Venezuela es tan alto que a fines de 2016 debía pagar un nivel de prima por riesgo soberano a cinco años del orden de 4.079 puntos básicos, en contraste con Perú que sólo paga 119 puntos básicos. O sea que, ante la imposibilidad de atraer inversión extranjera para cubrir sus déficits de balanza en cuenta corriente, Venezuela necesita endeudarse cada vez más del exterior pagando un costo leonino, que hace aún más inviables sus perspectivas de desarrollo a mediano y largo plazo.

En un contexto como el descrito, no extraña que Venezuela haya ocupado por tercer año consecutivo el primer lugar en el mundo en nivel de miseria, además de figurar entre los países de mayor delincuencia y entre los últimos en cuanto a índices de calidad institucional, libertad económica, estado de derecho, transparencia internacional, ambiente de negocios, libertad humana, competitividad global y derechos de propiedad.

Vale decir, Venezuela atraviesa por un proceso de hiperinflación, hiper-recesión y empobrecimiento sólo comparable con el que vivió el Perú a principios del año 1990, como consecuencia del izquierdismo populista del primer gobierno de Alan García. Felizmente ese proceso fue combatido exitosamente en la fase democrática del gobierno de Fujimori, con el shock del 8 de agosto de dicho año y el paquete de reformas estructurales de febrero de 1991, decretado gracias a las facultades delegadas por el Congreso de la República de entonces; mucho antes del autogolpe del 5 de abril de 1992.

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