Cuando a mediados de marzo de 2008 el banco de inversión Bear Stearns fue liquidado y luego rescatado por la Reserva Federal y vendidas sus acciones al JP Morgan Chase al 1% del valor registrado unos meses antes, las principales calificadoras de riesgo internacionales le otorgaban grado de inversión. Tras este detonante de la crisis financiera internacional de 2008, otros bancos de inversión que también gozaban de grado de inversión, fueron cayendo como un castillo de naipes en reguero de pólvora. Entonces las calificadoras de riesgo ni se inmutaron ante la evidente falta de veracidad o calidad preventiva de sus ‘ratings’. A pesar de ello, hasta hoy siguen vivas y coleando sirviendo a la toma de decisiones de los mercados financieros.
En octubre de 2001 se produjo el escándalo Enron, gigante empresa estadounidense de energía que entró en quiebra tras un caso de contubernio con Arthur Andersen, una de las cinco sociedades de auditoría y contabilidad más grandes del mundo. Arthur Andersen fue sentenciada por delitos de obstrucción a la justicia, y de destrucción y alteración de documentos, para esconder las irregularidades cometidas por su cliente. Si bien las sociedades de Arthur Andersen en diversos países se fueron disolviendo, varias de estas firmas de auditoría han proseguido brindando servicios de contabilidad, auditoría y consultoría, en una suerte de caldo de cultivo de conflictos de intereses reminiscentes del caso Enron.
Podríamos llenar cientos de páginas con ejemplos concretos de cómo detrás de las medallas que muestran en el pecho muchas grandes corporaciones -grados de inversión, certificaciones de buen gobierno corporativo, de responsabilidad social, etc.- pueden esconderse conductas sinuosas, abiertamente reñidas con la moral y la ética.
En los países en desarrollo esta situación es aún más aguda, puesto que las grandes corporaciones se confrontan ahí con instituciones mucho más débiles. Cuando se descubre que una transnacional brasileña como Odebretch ha montado todo un sistema de corrupción de funcionarios públicos, y que muchas de las obras que ganó estaban sobredimensionadas, infladas en sus costos y ejecutadas con notorias deficiencias técnicas bajo contratos amañados para asegurarse excedentes exponenciales, desde la izquierda inmediatamente se culpa a la economía de libre mercado. Sin embargo, una mirada más aguda permitiría darse cuenta de que, al igual como sucedió antes con Bear Sterns, Enron y Arthur Andersen, lo que ha fallado no es el libre mercado, sino la regulación del Estado, la existencia de instituciones tramposas o la falta de instituciones que garanticen una verdadera libre competencia.
Es así que, por ejemplo, aquí en el Perú los contratos de concesión no se hacen públicos ni se discuten abiertamente antes de su firma. Es así que aquí es posible que un grupo económico que maneja gran parte de la prensa escrita y televisiva, pueda a su vez asociarse con una transnacional brasileña prohibida de contratar con el Estado para ganar obras millonarias. Es así que aquí es lo más natural que esa transnacional pueda ser exonerada de pasar por el control del sistema de inversión pública.
Definitivamente, en el mundo entero y sobretodo aquí en el Perú, lo que está fallando no es la libre competencia. Lo que sí está fallando es la moral y la ética reflejadas en instituciones transparentes y sólidas que promuevan la libre competencia. Hay que profundizar la libre competencia en la banca, en la construcción, en los medios de comunicación, en la industria y los servicios, para que un puñado de grupos económicos dejen de ser los manejadores de los hilos de la economía. Lamentablemente el paquete de medidas lanzado recientemente por el gobierno mayormente apunta a limpiar las piedras para que pueda andar el carro, pero no a cambiar el rumbo del carro y, menos aún, hacer que todos los peruanos puedan entrar en él.