El Perú es un país de informales: 72,4% de nuestra población económicamente activa labora en actividades informales, mayormente (82,4%) en empresas de no más de 5 trabajadores. Hablamos de 4,2 millones de hogares que perciben ingresos de origen exclusivamente informal y que, a pesar de generar el 31,6% del PBI, tienen una productividad menor a la mitad de la media del país, dado que no han tenido las mismas oportunidades de salud, educación, vivienda y servicios básicos que el resto. A ellos la modernización los pasó por encima; el ‘milagro económico’ y la quintuplicación del presupuesto público de las últimas dos décadas también.
Al contrario del pensamiento del ‘establishment’ que siempre los ha visto con desconfianza y de soslayo, cual masa informe de ‘serranos o hijos de serranos’ que no razonan bien y no puede darse cuenta de los ‘beneficios’ que ganarían entregándose a la formalidad, se trata de personas de aguda racionalidad, aprendida aceleradamente en su arduo proceso de migración y adaptación a una nueva realidad teñida de marginación económica, social y cultural.
Por eso son personas desconfiadas, que no creen así nomás ni en el ‘blanquito’ ni en el ‘criollo’. Menos aún creen en un Estado que siempre les dio la espalda, hasta con gobiernos que ganaron con sus votos, con banderas izquierdistas que nunca pasaron del puro populismo. Por eso miden cada paso que dan y son adversos al riesgo y son perseverantes en sus objetivos.
Saben perfectamente que, dado el orden económico vigente en el Perú, sus negocios son muy vulnerables ante cualquier crisis económica, incluida una pandemia como la que venimos padeciendo. Saben que el sueño de hacer crecer sus negocios para llegar a ser grandes es una quimera, si tienen que asumir costos laborales y tributarios inalcanzables dada su baja productividad. Más aún si tienen que lidiar con bancos que, o no le dan acceso al crédito o, si se lo dan, es a tasas de interés exorbitantes.
Muchos dirán “pobrecitos”; sin embargo, el 71% de esos hogares informales no son pobres, a pesar de su vulnerabilidad manifiesta en situaciones de crisis. Son emprendedores, gente que trabaja de sol a sol y que invierte prestándose mayormente de familiares y amigos o sino de agiotistas. A pesar de la adversidad y la falta de apoyo estatal, apuestan tercamente por crear nuevos negocios que, por lo general, fenecen rápido. Son gente que se asocia, que paga a su personal por lo general un jornal diario. A veces salen de la informalidad para ingresar a trabajar a una empresa formal o al propio Estado, aunque con un contrato inestable y sin acceso a beneficios sociales plenos.
Esta racionalidad del informal peruano colisiona con la profunda irracionalidad que exhibe el gobierno en plena guerra contra el Covid-19. En una emergencia así lo racional hubiese sido focalizar la ayuda económica en las empresas y familias más vulnerables.
Racional hubiese sido dedicar la mitad de los S/ 60 mil millones de Reactiva Perú para ayudar a reactivar los negocios informales y la otra mitad para mitigar el impacto del Covid-19 en las micro, pequeñas y medianas empresa formales. Sin embargo, el 81% de los fondos de Reactiva Perú subastados por el BCRP fueron hacia empresas que demandan financiamiento entre S/ 300 mil hasta S/ 10 millones.
En el tramo de S/ 5 millones a S/ 10 millones la concentración es de 31,6%. Se trata de empresas grandes, mayormente pertenecientes a importantes grupos económicos, que cuentan con garantías propias y no tendrían porqué acceder a un crédito garantizado por el Estado. Muchas de estas empresas ni siquiera saben qué hacer con ese dinero, dado que tienen reservas acumuladas de ejercicios anteriores. Algunas están apostando al negocio inmobiliario post Covid-19 aprovechando la ganga del Estado. Como cualquier lego en economía lo sabe, el dinero es fungible y puede saltar cualquier restricción hacia nuevos destinos.
Racional hubiese sido que el gobierno planificara bien la política sanitaria anti Covid-19 para evitar que la curva de contagio siga en aumento y el sistema de salud colapse, a pesar de que la cuarentena peruana está entre las más extensas del mundo.[1]
En este contexto, en el que el cuerpo médico peruano ha sufrido un tremendo desgaste, al punto de haber sido víctima de contagio y muerte, sensato hubiese sido que el gobierno atendiera con celeridad sus necesidades de movilidad y seguridad en su labor médica. Insensato, en cambio, ha sido que el gobierno ignore su rol estratégico en esta guerra contra el Covid-19, para coadyuvar a que los médicos contagiados pudieran retornar rápido a su faena para poder salvar más vidas. Dar como justificación que el gobierno no discrimina a favor de nadie, es como decir que si un hospital demanda urgente el envío de un respirador, no se atenderá el pedido para no discriminar entre otros envíos. ¿Estamos en una situación de emergencia nacional o en una cola para entrar al cine?
Si bien al 17 de mayo oficialmente el número de muertes por Covid-19 es de 2.648, MAXIMIXE estima que en realidad ya van 11.701 muertes, debido a que hay 9.053 muertes causadas por el Covid-19 que no han sido registradas o que han sido inducidas por la desatención de pacientes con otras enfermedades. Hacia el 31 de mayo MAXIMIXE proyecta que se superará las 20 mil muertes: 4,300 registradas y 16,072 muertes no registradas o inducidas. Quiere decir que a estas alturas el objetivo de represión del contagio para evitar muertes masivas no se ha logrado, por lo que el beneficio costo de la cuarentena se torna muy negativo.
Racional también hubiese sido que, para evitar la ruptura de la cadena de pagos, la liquidez llegara rápido a las empresas. Se prefirió todo un sistema enredado de evaluaciones de los bancos y de Cofide, con subastas de fondos del BCR, que han servido para aglutinar las decisiones crediticias en los 4 principales bancos.
Racional además hubiese sido que el gobierno planificara bien su estrategia de normalización de la actividad económica, evitando la improvisación. Ya se han cumplido dos meses de parálisis económica y las empresas ya no pueden soportar más tiempo sin poder producir y vender.
Si bien el gobierno parecía entender que la salida no podía darse sector por sector, sino que debía ser lo más amplia posible, dados los vasos comunicantes entre todos los sectores, al final ha primado un enfoque teorizante que mezcla criterios absurdos que revelan falta de conocimiento de la realidad empresarial. Se ha terminado en una suerte de economía soviética donde el Estado es el que decide qué producir, cuándo, cómo y para quién. Así las cosas, la mayoría de empresas van en una agonía tortuosa directo al despeñadero.
Por último, racional sería que el gobierno no hubiese restringido la libre importación desde un simple termómetro hasta productos sanitarios para combatir el Covid-19, imponiendo permisos burocráticos previos en plena emergencia, haciendo que solo un puñado de empresas puedan ser las proveedoras. Racional sería que en vez de ello, hubiera exigido que toda importación venga con certificaciones internacionales, ISOS y demás.
Las barreras burocráticas irracionales impuestas por el MINSA para evitar la concurrencia de ofertantes, evita la competencia y promueve la colusión, lo que dispara los precios de compra. La liberalización comercial es fundamental para evitar la corrupción y los monopolios que medran de la teta del Estado y aprovechan la emergencia para hacer grandes fortunas mal habidas.
[1] Hasta aquí se han dado 134 cierres económicos en 80 países y 73 de ellos han tenido alcance nacional y sin interrupciones, siendo el rango más frecuente el que va de 46 a 60 días.