En la guerra fría de los bits, no es el tamaño del país lo que define al vencedor, sino la precisión de su estrategia. Mientras potencias como Estados Unidos y China se lanzan misiles retóricos y aranceles colosales, una pequeña isla del Pacífico ha construido silenciosamente su imperio digital sobre un puñado de átomos: los semiconductores. Taiwán no compite, lidera mundialmente. Y lo ha logrado no por accidente, sino por una apuesta audaz calculada que combinó visión de Estado, inversión inteligente y una planificación que haría sonrojar a más de un tecnócrata latinoamericano.
Todo comenzó cuando Taiwán identificó, antes que nadie, el carácter estratégico que tendrían los microchips para la economía global. Corrían los años 60s cuando siendo aún una economía basada en la agricultura tradicional, decidió dar un giro a la diversificación de su economía, con un modelo de desarrollo orientado a la exportación (Amsden, 2001).
En 1987 Taiwán apostó por la producción de semiconductores mediante una colaboración con Texas Instruments, sentando así las bases para la fundación de la Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), que se convirtió en la primera fundición de semiconductores pura del mundo. Fue una jugada maestra que combinó capital público, know-how extranjero y gestión privada, hoy modelo de referencia global (Fuller, 2016).
Apostó por convertirse en el corazón palpitante de la cadena global de suministro tecnológica. No lo hizo a punta de eslóganes ni discursos ideológicos, sino con una política industrial focalizada, una Zona Económica Especial ejemplar —el Hsinchu Science Park— y una institucionalidad científica que entendió que sin riesgo público no hay innovación privada (Mazzucato, 2013; Rodrik, 2004).
El Arte de Construir Futuro en vez de Esperarlo
Un ‘sector estratégico’ no es un capricho ni una consigna política. Es aquel que posee el potencial de generar externalidades positivas sustanciales a una nación a mediano y largo plazo, ya sea para su bienestar económico, soberanía o competitividad global. Sin embargo, para el inversor privado, el verdadero valor de estos beneficios no es visible a corto plazo. Altos costos de entrada, incertidumbre tecnológica y escasa información —especialmente en industrias emergentes— disuaden la inversión privada (Hausmann & Rodrik, 2003).
Sin una intervención estatal temporal y focalizada, o sin un impulso público coordinado con actores privados, estos sectores corren el riesgo de anquilosarse. El costo de no intervenir —expresado en innovación perdida, empleos no creados y menor resiliencia económica— suele superar con creces el gasto fiscal bien dirigido (Lin, 2012).
Un sector estratégico es como un terreno fértil sin cultivar, donde las fuerzas del mercado, por sí solas, no siembran porque aún no ven la cosecha. Cuando sembrar cuesta y la cosecha es incierta, la ‘mano invisible’ se atrofia. Es entonces el Estado quien debe, con pulso quirúrgico, crear condiciones, no monopolios; corregir fallas, no administrar fábricas. Y, sobre todo, catalizar alianzas entre academia, industria y ciencia (OECD, 2013).
Eso hizo Taiwán. Convirtió su escasez de recursos naturales en abundancia de talento. Invirtió en educación tecnológica, creó institutos como el Industrial Technology Research Institute (ITRI) para orquestar la transferencia de conocimiento, y consolidó clústeres industriales donde empresas, universidades y laboratorios comparten un mismo lenguaje: el de la innovación.
De esta fórmula nació TSMC, hoy responsable de más del 50% de la producción global de semiconductores y del 90% de los chips más avanzados (IEK, 2022). En lugar de competir por diseñar, se especializó en fabricar con tal excelencia que gigantes como Apple y NVIDIA dependen de ella.
El Espejismo Competitivo Peruano
Mientras tanto, el Perú ha venido intentando dar un salto competitivo montando sobre su exitoso plan de estabilización macroeconómica lanzado en agosto de 1990, una serie de leyes y medidas aisladas, entre ellas la creación de Zonas Económicas Especiales (ZEEs), diseñadas más como un mosaico burocrático que como un motor de desarrollo (MAXIMIXE, 2009).
Regímenes dispersos, infraestructura deficiente y sectores anclados en actividades de bajo valor añadido dibujan un paisaje que parece más un archipiélago inconexo que una estrategia nacional. El Congreso debate hoy exoneraciones fiscales sin exigir transferencia tecnológica, innovación ni empleos de calidad. Como si regalar un terreno bastara para construir una catedral.
No existe un ITRI peruano. No hay un parque tecnológico que merezca ese nombre. El talento técnico se forma sin brújula, mientras los proyectos de I+D+i naufragan entre populismo y desarticulación institucional. Sin embargo, las oportunidades están allí: el puerto de Chancay, la biodiversidad del país, su proximidad al Asia. Todo lo que falta es visión y gestión.
Un Perú que Podría Ser
Imaginemos un Perú donde Chancay no sea sólo un puerto, sino la puerta de entrada a una ZEE que combine manufactura avanzada, logística inteligente y ensamblaje electrónico. Donde existan centros de datos robustos, trenes automatizados, ventanillas únicas digitales y parques tecnológicos vivos, no de cartón.
Imaginemos un instituto nacional de innovación, robusto y autónomo, que coordine con universidades, empresas y agencias internacionales para formar talento en microelectrónica, inteligencia artificial y biotecnología. Donde los subsidios se den no al mejor postor político, sino al proyecto más transformador. Donde las ZEEs sean verdaderas cápsulas de futuro, no feudos electorales.
Imaginemos un Perú que, como Taiwán, entienda que el desarrollo no se improvisa: se diseña, se financia, se educa, se construye. Imaginemos un Perú con un sistema de ZEEs articuladas a un ecosistema de I+D+i reconvirtiendo progresivamente la carga peruana de salida al Asia, Europa y el resto de América, en artefactos sofisticados en lugar de materias primas.
Silicio, Cerebro y Esperanza
Taiwán nos recuerda que la prosperidad no es automática ni está predestinada, sino que se programa como un chip: línea por línea, sin errores. El silicio no solo es un material, es una metáfora: la posibilidad de convertir la arena en cerebro, el polvo en poder y la visión en realidad.
El Perú no está condenado a ser un mero exportador de materias primas ni un espectador de la revolución tecnológica. Pero debe decidir si quiere seguir vendiendo piedras en bruto al mundo o empezar a fabricar sus propios circuitos de futuro. En esta decisión no hay atajos. Solo visión, estrategia, ciencia… y coraje.
Referencias
- Amsden, A. H. (2001). The Rise of «The Rest»: Challenges to the West from Late-Industrializing Economies. Oxford University Press.
- Fuller, D. B. (2016). Paper Tigers, Hidden Dragons: Firms and the Political Economy of China’s Technological Development. Oxford University Press.
- Hausmann, R., & Rodrik, D. (2003). Economic Development as Self-Discovery. Journal of Development Economics, 72(2), 603–633.
- IEK (Industrial Economics and Knowledge Center). (2022). Semiconductor Industry Report. Taiwan Institute of Economic Research.
- Lin, J. Y. (2012). New Structural Economics: A Framework for Rethinking Development and Policy. World Bank Publications.
- Mazzucato, M. (2013). The Entrepreneurial State: Debunking Public vs. Private Sector Myths. Anthem Press.
- MAXIMIXE (2009). Diagnóstico de la Situación Actual de las Zonas Económicas Especiales en el Perú. Mincetur.
- OECD. (2013). Innovation-Driven Growth in Regions: The Role of Smart Specialisation. OECD Publishing.
- Rodrik, D. (2004). Industrial Policy for the Twenty-First Century. Harvard Kennedy School.